domingo, 21 de diciembre de 2008

El Nacimiento













En Navidad la abuela siempre ponía un Nacimiento enorme. Bueno, la ayudaban, claro está, pero mis tías y ella dirigían la operación, porque el Nacimiento tenía, fácilmente, unos seis metros de largo por dos y pico de ancho o más. Las figuras no eran unas figuritas cualquiera, eran unas preciosas figuras napolitanas, de unos veinticinco centímetros de altura, aproximadamente. Y el fondo de papel estaba pintado a mano, por un pintor cuyo nombre no recuerdo, aunque debo tenerlo apuntado por algún sitio.

Nadie hizo nunca una foto que sirviera como testimonio, qué pena, pero aquello no se puede olvidar.

Nosotras nos quedábamos “embobadas” mirándolo durante largo tiempo, mientras íbamos descubriendo detalles reales, con vida de verdad, entre lo que parecía inanimado... El olor del musgo fresco y del corcho me transportaba, como aún lo sigue haciendo ahora, a un mundo interior, desconocido, fantástico pero, a la vez, familiar y cálido. Me gustaba ese mundo. El riachuelo con agua de verdad, las plantas de verdad, los árboles que, aunque eran ramas cortadas, parecían de verdad también... Eso me producía una emoción indescriptible. La delicadeza de las figuras, aquellos pastorcitos en pareja, que bailaban al son del tamboril, el anciano que llevaba de la mano a un niño y con la otra mano le señalaba la estrella que les guiaba al portal... los Reyes Magos que se divisaban a lo lejos y que eran los que nos venían a traer, también a nosotras, sus regalos... y las lavanderas, por las que siempre me he sentido atraída de un modo especial. Todo formaba parte de ese gran teatro y yo me sentía también una integrante más en la historia. No sé cómo explicarlo. Caminaba con los pastores, lavaba la ropa y cogía agua del pozo como una aldeana más, en un pueblo amable que estaba volcado de lleno en el nacimiento de Jesús en aquel portal de Belén.

¡Qué hermoso recuerdo! Así estoy yo ahora, que no puedo dejar de poner el Nacimiento ningún año, aunque oiga eso de “simplifica, hay que simplificar...”

Siempre hemos puesto Nacimiento en casa. Es una tradición que por ahora nunca hemos roto en la familia y a mí me encanta. Y da lo mismo que haya incongruencias. Los pastorcitos nunca caben por las puertas de sus casas. Muchos patitos son más grandes que las ovejas; el rio puede ser como el Guadiana, que aparece y desaparece a gusto del “belenista”... ¡y no pasa nada! Nunca deja de tener su encanto esa desproporción.

Mi madre también lo ponía siempre, con luces en todas las casitas. No faltaban la estrella, forrada de papel de plata, ni el rio, ni el castillo con sus guardianes, ni los Reyes, (que iban avanzando a lo largo de la Navidad hasta llegar al portal) ni toda clase de pastorcitos, que se fueron rompiendo poco a poco a fuerza de andar de mano en mano cuando mis hermanas eran pequeñas. Lo de que las casas tuvieran luz interior daba más rienda suelta aún a la imaginación.

Años después, cuando llegaron mis hijas a este mundo, mamá, que solo ponía ya el “Misterio”, me regaló todas las figuritas de barro que tengo ahora, y los puentes, y las casas de corcho. Puse piernas y brazos a los lisiados, y así empecé yo de nuevo, a poner el Nacimiento todas las Navidades, con la ilusión de todos.

La verdad es que hay que tener un poquito de tiempo y paciencia, aun cuando el Belén sea pequeñito, porque se arma un revuelo enorme en la habitación elegida y se desordenan muchas cosas para hacer sitio, y eso da pereza. (¿Dónde coloco ahora el reloj, dónde pongo la lámpara, dónde están las tablas del año pasado, que no me acuerdo...?). Pero a mí me compensa. Lo paso estupendamente haciendo el armazón, que es lo más rollo, y me lo paso mucho mejor aún distribuyendo los caminos, organizando el curso del río, hasta donde yo quiera, para que las lavanderas tengan su espacio, colocando el castillo de “Horedes” (como decía Anita, cuando era pequeña) en lo más alto para que parezca más lejano, organizando el paso por el puente y haciendo un huerto. Siempre hago un huerto, con tierra de verdad. Planto lentejas, que germinan rápido, y coloco pedacitos de sedum, a modo de repollos o alguna plantita que tenga por ahí, para que el aspecto sea de huerto de verdad, con un poco de imaginación que se le ponga. Y voy llevando y trayendo las figuritas de un sitio a otro, hasta que las acoplo con algo de lógica, y me parece que, cuando ocupan su lugar, van cobrando vida.