martes, 29 de abril de 2008

La pedrada



En mi anterior entrada comencé con unos versos de Gabriel y Galán que corresponden a “la Pedrada”, una poesía que aprendí cuando era pequeña y que me emocionaba todita entera, de los pies a la cabeza. Cada vez que la recitaba me sentía espectadora directa de ese acontecimiento que se describe en ella. Veo la procesión desfilando por la calle del Preguntoiro, (aunque nunca haya pasado por ahí en la realidad), y hasta podría jurar que vi al niño con la piedra en la mano y a continuación cómo rodaba la cabeza del sayón por los suelos...

Bueno, quizás resulte trasnochada la poesía, no lo dudo, pero a mí me encanta, siempre me gustó y, además, me identifico totalmente con todo (en lo de la estepa castellana no, que yo nací en Santiago) en lo que respecta a mis sentimientos infantiles con relación a las costumbres, a la solemnidad de la Semana Santa y la Pasión del Señor y la tristeza del ambiente y la pena que se tenía... y el modo de manifestarse el pueblo...

“Perdona a tu pueblo, Señor, perdona a tu pueblo...
no estés eternamente enojado... perdónale, Señor”

(Ufff, ¡cuánta culpa...! Esta canción me hacía casi llorar...)


Todo eso que flotaba en el aire me llenaba de una emoción muy profunda, inexplicable casi, y lo viví muchas veces con intensidad y con asombro. Y no quiero esperar a la Semana Santa del año que viene porque se me olvidará (aunque sería un momento más adecuado). La transcribo ahora sin más historias, para que la conozcáis.

¡Hala, a leer, sin dejarse un verso!.


La pedrada

Cuando pasa el Nazareno
de la túnica morada,
con la frente ensangrentada,
la mirada del Dios bueno
y la soga al cuello echada,

el pecado me tortura,
las entrañas se me anegan
en torrentes de amargura,
y las lágrimas me ciegan,
y me hiere la ternura...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Yo he nacido en esos llanos
de la estepa castellana,
donde había unos cristianos
que vivían como hermanos
en república cristiana.

Me enseñaron a rezar,
enseñáronme a sentir
y me enseñaron a amar;
y como amar es sufrir,
también aprendí a llorar.

Cuando esta fecha caía
sobre los pobres lugares,
la vida se entristecía,
cerrábanse los hogares
y el pobre templo se abría.

Y detrás del Nazareno
de la frente coronada,
por aquel de espigas lleno
campo dulce, campo ameno
de la aldea sosegada,

los clamores escuchando
de dolientes Misereres,
iban los hombres rezando,
sollozando las mujeres
y los niños observando...

¡Oh, qué dulce, qué sereno
caminaba el Nazareno
por el campo solitario,
de verdura menos lleno
que de abrojos el Calvario!

¡Cuán süave, cuán paciente
caminaba y cuán doliente
con la cruz al hombro echada,
el dolor sobre la frente
y el amor en la mirada!

Y los hombres, abstraídos,
en hileras extendidos,
iban todos encapados,
con hachones encendidos
y semblantes apagados.

Y enlutadas, apiñadas,
doloridas, angustiadas,
enjugando en las mantillas
las pupilas empañadas
y las húmedas mejillas,

viejecitas y doncellas,
de la imagen por las huellas
santo llanto iban vertiendo...
¡Como aquellas, como aquellas
que a Jesús iban siguiendo!

Y los niños, admirados,
silenciosos, apenados,
presintiendo vagamente
dramas hondos no alcanzados
por el vuelo de la mente,

caminábamos sombríos
junto al dulce Nazareno,
maldiciendo a los Judíos,
«que eran Judas y unos tíos
que mataron al Dios bueno».

II
¡Cuántas veces he llorado
recordando la grandeza
de aquel hecho inusitado
que una sublime nobleza
inspiróle a un pecho honrado!

La procesión se movía
con honda calma doliente,
¡Qué triste el sol se ponía!
¡Cómo lloraba la gente!
¡Cómo Jesús se afligía...!

¡Qué voces tan plañideras
el Miserere cantaban!
¡Qué luces, que no alumbraban,
tras de las verdes vidrieras
de los faroles brillaban!

Y aquél sayón inhumano
que al dulce Jesús seguía
con el látigo en la mano,
¡qué feroz cara tenía!
¡qué corazón tan villano!

¡La escena a un tigre ablandara!
Iba a caer el Cordero,
y aquel negro monstruo fiero
iba a cruzarle la cara
con un látigo de acero...

Mas un travieso aldeano,
una precoz criatura
de corazón noble y sano
y alma tan grande y tan pura
como el cielo castellano,

rapazuelo generoso
que al mirarla, silencioso,
sintió la trágica escena,
que le dejó el alma llena
de hondo rencor doloroso,

se sublimó de repente,
se separó de la gente,
cogió un guijarro redondo,
miróle al sayón de frente
con ojos de odio muy hondo,

paróse ante la escultura,
apretó la dentadura,
aseguróse en los pies,
midió con tino la altura,
tendió el brazo de través,

zumbó el proyectil terrible,
sonó un golpe indefinible,
y del infame sayón
cayó botando la horrible
cabezota de cartón.

Los fieles, alborotados
por el terrible suceso,
cercaron al niño airados,
preguntándole admirados:
-¿Por qué, por qué has hecho eso?-

Y él contestaba, agresivo,
con voz de aquellas que llegan
de un alma justa a lo vivo:
-«¡Porque sí; porque le pegan
sin haber ningún motivo!»
III
Hoy, que con los hombres voy
viendo a Jesús padecer,
interrogándome estoy:
¿Somos los hombres de hoy
aquellos niños de ayer?
(José Mª. Gabriel y Galán)

jueves, 24 de abril de 2008

La hora del rosario






"Me enseñaron a rezar
enseñáronme a sentir
y me enseñaron a amar...” (Gabriel y Galán)


Todas las tardes, a la caída del sol, se rezaba el rosario en casa. Si estábamos en el jardín, la abuela nos avisaba con una campanita desde la ventana del salon y subíamos corriendo a cumplir con esta devoción diaria, tan arraigada y tan natural para nosotros. Nos acomodábamos alrededor de la mesa camilla y la abuela, que era quien lo dirigía siempre (hasta que fuimos creciendo y entonces nos turnábamos), comenzaba persignándose en voz alta; todos hacíamos lo mismo ... “Por la señal de la Santa Cruz...”

-¿Hoy qué día es?-
-Lunes, abuela-
-Misterios gozosos del Santísimo Rosario. Primer misterio....

Antes de llegar al segundo misterio ya estábamos aburridas; se nos hacía larguísimo y tedioso tener que estar ahí en actitud devota y recogida durante tanto tiempo, repitiendo una tras otra mil avemarías...

Bien es cierto que a veces la abuelita nos sacaba del aburrimiento cuando daba una cabezada involuntaria y se producía un silencio inoportuno. Nosotras, divertidas, le gritábamos -“Abuela, que te toca”- Y ella volvía a la realidad en un periquete y continuaba: “Dios te salve, Maria...”

Las personas que ayudaban en casa, -“las muchachas”-, acudían también a los rezos pero... se quedaban de pié a la puerta del comedor... Eso que antes veía con naturalidad ahora, al contarlo se me hace raro y me resulta francamente molesto, aunque no era en absoluto orgullosa ni “estirada” mi abuela; es que las cosas eran así y se guardaban las distancias de un modo natural y aceptado por todos... (¡no faltaría más!).

Sobra decir que me sabía todos los misterios (cinco gozosos, cinco dolorosos y cinco gloriosos) en su orden correspondiente (ahora creo que el papa ha puesto otros más que, por cierto, no me los sé); Los cinco dolorosos me parecían más misterios que los otros y más conmovedores; se rezaban los martes y viernes. Eso de la flagelación del Señor, la coronación de espinas, las caídas de Jesús con la cruz a cuestas. etc. etc. me producía tristeza; y aunque no me paraba demasiado en reflexiones me parecía una masacre inexplicable (Todo lo relativo al dolor, a la sangre, al martirio, a la culpa, me trajo de cabeza en gran parte de mi infancia y de mi adolescencia incluso, no sé por qué... Me producía rechazo y atracción a la vez. Y debo decir que nunca, jamás, me inculcaron sentimientos de culpa mis mayores. Es que yo era un poco rarita, muy escrupulosa y quizás demasiado sensible).

La letanía se rezaba en latín y también me la aprendí de memoria, primero sin saber lo que decía, claro; pero me gustaba -aunque se hacía demasiado largo- lo de repetir “ora pro nobis, ora pro nobis, ora pro nobis...”; y cuando ya creías que se había terminado el rosario y que podías marcharte a jugar, ¡comenzaba una retahíla infinita de padrenuestros!. “Un padrenuestro por las ánimas benditas del purgatorio... un padrenuestro por las necesidades del santo pontífice un padrenuestro a S. José para que nos libre de una mala muerte...”

(El verano pasado entré una tarde en la iglesia del pueblo y pude comprobar que, al terminar la letanía, siguen rezando interminables padrenuestros por las interminables intenciones de un sinfín de gentes... Por un lado me hizo ilusión porque me pareció algo pueril y en desuso, he de ser sincera, y me acercó más a lo vivido. ¡Pero me chocó enormemente!).

Lo que recuerdo con verdadero encanto es el placer de rezar el rosario en el jardín, en un día de primavera. Entonces se sobrellevaba de maravilla. El olor a boj, jazmín y heliotropo se mezclaba con el gorjeo de los pajaritos que estaban especialmente bulliciosos a esas horas del atardecer acomodándose entre las ramas de los magnolios para retirarse a dormir... ¡Eso sí que era una bendición!.

Dios te salve, Maria...



jueves, 17 de abril de 2008

Las higueras



No me parecen ni ásperas ni feas (como dice Juana de Ibarbourou en su preciosa poesía); sobre todo no me parecen feas en absoluto, aunque sus hojas sean realmente ásperas... Me encantan las higueras; me encanta como huelen y reconozco perfectamente el perfume de estos árboles, antes de localizarlos con la vista, cuando paseo por algún lugar, por algún pueblo.

“Por aquí tiene que haber una higuera...! –digo, olfateando el aire- ¡Ahí está!” Y se produce el encuentro; el encuentro de aquellas tardes de sol con la abuela; el encuentro de aquellas mismas higueras de la niñez conmigo ... ¡Qué cosas!.

Atravesábamos, de la mano de la abuela, la nave de la carpintería, con su olor a madera y polvillo de serrín flotando en el aire; (Ya solo ese recorrido me resultaba especialmente grato); y salíamos por una puertita pequeña a la luz deslumbrante del sol de la huerta para encontrarnos de frente con las dos hermosísimas higueras, repletas de higos, allá por el mes de julio. ¡Que delicia!. Nos subíamos, como gatos, a las ramas y llenábamos los cestitos para luego ponernos a “merendar” y rechuparnos los dedos.

¡Esa dulzura de los frutos...!
¡Esas hojas anchas y lobuladas, algo “rasposas...! ¡Esa huerta y su sol radiante...!

...Estarán para siempre en mi corazón y en mis recuerdos.


LA HIGUERA
Porque es áspera y fea,

porque todas sus ramas son grises
yo le tengo piedad a la higuera.

En mi quinta
hay cien árboles bellos,
ciruelos redondos, limoneros rectos
y naranjos de brotes lustrosos.

En las primaveras
todos ellos se cubren de flores
en torno a la higuera.

Y la pobre ¡parece tan triste
con sus gajos torcidos, que nunca
de apretados capullos se viste!...

Por eso,cada vez que yo paso a su lado
digo, procurando
hacer dulce y alegre mi acento:
"Es la higuera el mas bello
de los árboles todos del huerto".

Si ella escucha,
si comprende el idioma en que hablo,
¡Que dulzura tan honda hará nido
en su alma sensible de árbol!

Y tal vez, a la noche,
cuando el viento abanique su copa,
embriagada de gozo le cuente:
"Hoy a mí me dijeron hermosa".

(Juana de Ibarbourou)



miércoles, 16 de abril de 2008

Severo



Tenía una barba larga, enredada y sucia, el pelo largo también, hecho una maraña, una boina negra, mas bien parda de puro vieja y el atuendo propio de un ser huidizo, solitario y loco, lleno de mugre, que no conoce más que el agua de la lluvia y la extensión de la carretera, que le lleva y le trae de un pueblo a otro, sin más intención que la de andar huyendo de su propia existencia, con su miseria a cuestas.

A Severo le daban miedo los coches. Pero le daban miedo de verdad... ¡muchísimo miedo!. Yo creo que su instinto le advertía que eran aparatos provenientes de otro mundo y le iban a hacer daño.

Pocos coches circulaban por aquel entonces por esas carreteras de Dios pero cuando oía a lo lejos el ruido de un motor que se aproximaba, se adentraba de un salto en la cuneta, muerto de miedo, y se abrazaba fuertemente a un árbol mientras seguía, atemorizado, con sus ojos de loco, la trayectoria del coche hasta que desaparecía.

Se abrazaba al árbol para sentir su fuerza protectora, como el animalillo que se esconde en la madriguera, y asoma la cabeza, asustado, esperando que pase el peligro...
Después continuaba su larga, interminable, caminata...

Severo pasaba mucho miedo. Y yo también, cuando le veía, porque me parecía una mezcla inquietante de hombre y animal.

sábado, 12 de abril de 2008

12 de abril 08

Hoy Irene se ha metido en mi blog. Le ha gustado mucho, me ha dicho toda cariñosa, y ha “flipado en colores” porque cree que me manejo con toda facilidad (¡¡¡con lo que me cuesta hacer cualquier cosita, que ayer mismo me acosté a las 4 de la madrugada, haciendo y deshaciendo...!!!) pero también me ha recomendado que haga un “cursillo sobre los acentos”, y se lo agradezco. Por eso (sin tilde) tengo que pedir disculpas a alguien, a ese alguien que se asome por aquí alguna vez y solicitar su benevolencia a la hora de encontrarse con mis erratas gramaticales; mientras tanto, seguiré escribiendo y me esmeraré todo lo que pueda para corregirlas.

Al clareo


No había lavadoras, claro. En aquéllos tiempos se lavaba en el río.

(Llamaban también “el río“, al lavadero comunitario, un pilón todo en piedra, con su techado de madera para guarecerse de las lluvias o a cualquier pila casera en la que se acoplaba la tabla de lavar).

Las mujeres, con la ropa en bañeras sobre la cabeza y algunas, además, con la tabla de lavar de madera bajo el brazo, marchaban al río por la mañanita a lavar su ropa o la de los señores en cuya casa estaban contratadas para realizar ese menester.

Allí se encontraban; allí cotilleaban e intercambiaban sus “dimes y diretes”; se ponían al corriente de sus cuitas y criticaban a cualquiera que diera un poquito que hablar y no estuviera presente... y así con las espaldas arqueadas se les iban enrojeciendo las manos de tanto frotar y torcer la ropa a la intemperie. Y a mi me gustaba oir ese golpe que daban con el jabón sobre la tabla o la piedra y ese gritito del agua jabonosa que se les escapaba entre las manos cuando apretaban la tela.

Las que trabajaban a sueldo se acercaban primero por la casa. Allí, junto con la señora, recontaban las piezas que se iban a llevar a lavar...”seis servilletas; un mantel, cuatro sábanas...” ; todo quedaba apuntado en un cuadernillo que se guardaba siempre en el mismo cajón.



Al cabo de un par de días, después de ponerla ”al clareo” durante unas horas sobre la hierba fresca, la lavandera regresaba con toda la ropa seca y blanca, que olía a limpio y a atardecer.

Y se recontaba de nuevo lo entregado... no fuera que el viento se hubiese llevado alguna pieza...

viernes, 4 de abril de 2008

Chuco

Unos le llamaban “Diluvio”, otros “Chuco”, y yo nunca supe su verdadero nombre. (De pequeñas nos confundíamos y a veces le llamábamos “Lluvioso” y en casa se reían y nos corregían). Era un hombre bueno, inofensivo, de ojos muy hundidos, un poco bizco, que no nos inspiraba ningún temor sino todo lo contrario: mas bien ternura y algo de pena.

Era el primero en las procesiones y el primero también en recorrer el pueblo detrás de los músicos, cuando había fiestas: ¡como un niño más!.

Se pasaba las mañanas barriendo la calle por voluntad propia. Posiblemente no sabría hacer otra cosa y así se sentiría importante y útil ayudando a los barrenderos profesionales, pienso ahora. Lo hacía muy bien, con la entrega propia de un niño que quiere ser admirado, y felicitado después, por su trabajo... Pasaba una, dos y tres veces por el mismo sitio, frente al portalón, para que le vieran, esmerándose en no dejar ni un papel, la mirada atenta al suelo, dispuesto a dejar bien relimpio el lugar.

Los niños del pueblo se metían con él -¡cómo no!- y Chuco refunfuñaba y hacía ademán de darles con el palo de la escoba, lo cual llenaba de gozo a los chavales que salían corriendo, muertos de risa, para librarse del posible golpe... Un juego al que él seguramente estaba ya habituado, lo cual no quiere decir que le gustara.

Hacia el mediodía, ya sin la escoba, se acercaba a la casa para pedir una recompensa por su colaboración.

-“¡Abuela, ha venido Chucoooo!”.-

La abuela nos daba pan y alguna que otra moneda y nosotras corríamos a entregárselo, diligentes y contentas, sintiendo que realizábamos así “la obra buena” del día.

Chuco se conformaba con que le dieras un “patacón”, (como llamaban en Galicia a la moneda de 10 céntimos de peseta por aquel entonces). Pero, a medida que se iba haciendo viejecito, lo que realmente quería era un caramelo.