miércoles, 28 de enero de 2009

La casita de muñecas


Un día 6 de enero de no me acuerdo qué año llegaron por la mañana los Reyes Magos, como acostumbran a hacerlo desde que tengo conciencia. Pero aquel año para mí fue especial, tan especial que lo tengo guardado en mi nevera de los recuerdos que es, justamente, donde más frescos y claros perduran.
Después de desenvolver algunos paquetes, la abuela nos encaminó solemnemente a la salita en donde dábamos nuestras clases diarias porque “Sus Majestades han dejado algo ahí”. Mientras cruzábamos el recibidor una corazonada me decía que la cosa iba a ser muy especial ¡presentía algo importante...!.

Efectivamente, justo al entrar en la habitación, adosada a la pared de la izquierda, nos encontramos –oh, maravilla- con una casita de muñecas de tres pisos, cuyas habitaciones estaban todas encendidas, lo cual nos permitía ver, a través de los cristales de las ventanas, toda la vida en funcionamiento en su interior; la señora de la casa con su bata de raso rosa y sus chinelas, los niños en su cuarto de juegos, la cocinera y la doncella ambas ocupadas en sus quehaceres, con sus cofias y sus uniformes impecables... ¡Qué emoción tan enorme!.

La fachada se retiraba con mucho cuidadito y... entonces sí que se podía entrar en cada habitación, abrir un armario y ver la ropa colgada de perchas “de verdad”; abrir el cajón del aparador del comedor y coger los cubiertos y los platos para poner la mesa; abrir la puerta del...“escusado” y encontrarte con la taza de porcelana y el rollito de papel del elefante como si fueran de verdad... ¡¡Indescriptible!!

Por aquel entonces tendría yo...¿siete años?. Seguramente.

Supe, con el tiempo, que esa casita la había traído mi bisabuelo para sus nietas (entre ellas, mi madre) cuando eran pequeñas. Mi abuela se dedicó a restaurarla muchos años después, para que los Reyes nos la trajeran a mi hermana y a mí, tal como acabo de describir. (Ahora puedo entender la ilusión tan grande de la abuela al haber hecho realidad esta restauración, y lo emocionada que estaría observando nuestras caras, aquel día seis de enero).

La casita hizo las delicias de nuestra infancia, es fácil de imaginar. Pero como todo tiene su momento, al pasar los años, se nos olvidó. La guardó mi abuela seguramente antes de que los pequeños la destrozaran... Y los muebles, vajillas y porcelanas, fueron desapareciendo poquito a poco, a lo largo del tiempo, en manos de quien fuera...

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El verano de 1993 bajé a la bodega para reencontrarme con ella. Ahí estaba, toda deteriorada, llena de polvo, como es natural y abandonada por completo. Empecé a meter la cabeza por las habitaciones y los dedos por la puerta de la leñera de la cocina con la ilusión de encontrar algo; comprobé que en la leñera habían anidado ratones, pero también que se conservaban unas cazuelitas y algún que otro utensilio ahí escondidos. En el salón quedaban algunos muebles antiguos, aunque destartalados.
En un dormitorio había una cama, sin cabecero. Las cocineras casi se habían muerto, pero estaban... ¡Me emocioné! Pedí permiso para sacarla de ahí y me dediqué durante tres o cuatro veranos a restaurarla por completo. Primero la limpié. Puse cajones en donde ya solo quedaban los huecos, reconstruí cabeceros de cama, coloqué puertas y durante un par de años anduve obsesionada buscando todo tipo de tablitas y alambres que me permitieran trabajar en la reconstrucción de zócalos y escaleras. Solicité a todos los niños de la familia que me guardaran los palos de los polos y todos se acordaban siempre de traérmelos. Y me fueron de una gran utilidad. Hice un perchero, un bastonero y hasta libros para el despacho. Descubrí también el cartón-pluma, mi gran aliado para todo lo relacionado con la carpintería de puertas y ventanas... Coloqué cofia nueva y uniforme a la doncella, porque se lo habían roído los ratones y completé, gracias a los chinos y a mis más allegados, algo de mobiliario y algún que otro adorno de la época. Hice dos alfombras, pintadas sobre telas más o menos finas, que me quedaron muy apropiadas, sobre todo una. Y al cabo de tres veranos la casita estaba terminada a falta de la instalación eléctrica de la que carece todavía y que correrá a cargo de Ricardo, cuando se jubile, porque a mí lo de la electricidad se me da fatal. También faltan los balaústres de los balcones. Éstos creo que se los voy a encargar a un cuñado mío que se ha jubilado ya y se había ofrecido a hacerlos hace muchos años...

Ahora quiero hacer obra y cambiar los suelos, que están bastante feos.

martes, 13 de enero de 2009

Ofelia



A mí me producía mucha ternura. Era tuerta, y caminaba con la cabeza de medio lado, en inferioridad de condiciones respecto a todas sus compañeras. Llegaba siempre tarde a los repartos y parecía que, con su parsimonia y torpeza, molestaba a las demás que corrían empujándola de mala manera para llegar las primeras al picoteo.

Pitas, pitas...

El gallo peleón las amedrentaba, y la pobre Ofelia conseguía acercarse, al fin, para comer lo que había quedado de salvado esparcido por el suelo del patio, después de que todas las gallinas “de buen ver” se habían puesto como el quico.