lunes, 23 de abril de 2012

Mi hoya carnosa sigue viva




Este año, como lo hace siempre por primavera, mi Hoya está dando sus flores.  Y yo me he puesto a hacerle fotos, una tras otra, incansable, con ese ansia de fotografiar “hasta sus más hondos sentimientos”… ¡Es preciosa!; aquí dejo una muestra.

miércoles, 11 de abril de 2012

La Calle de la Bouza de Abajo



Dos de las ventanas de la habitación de la abuelita que, en un tiempo, fué también donde dormíamos nosotras, dan a la calle de la Bouza, una calle empinada que empieza en la plaza donde está la casa del Sr. Cura y termina en el Tombo. Ahora está asfaltada, pero antes era de tierra y no tenía aceras.


Nosotras no íbamos a jugar a la calle, como hacen los niños en los pueblos. No nos dejaban. Sin embargo, la calle tenía para mí un atractivo especial; era como un escenario en el que transcurrían las vidas de todos y desde las ventanas observábamos el ir y venir de la gente, mirábamos cómo jugaban las chicas a la billarda, como barría Chuco, incansable, y la hija de Celeste pasaba con el cesto en la cabeza, sin manos, y no se le caía… (¡qué envidia!); “Corazón”, el borracho oficial, a quien yo tenía mucho miedo, se paraba y decía palabrotas a voz en grito mirando hacia arriba; una mujer con un palo, guiaba a un par de cerdos para recogerlos en su cochiquera; las gallinas paseaban tranquilas hasta que las llamaban para comer; los niños se montaban en tablas de madera con ruedas pequeñitas, fabricadas por ellos mismos, y se dejaban caer a toda mecha desde la mitad de la cuesta con el peligro de estamparse en alguna pared…(¡nunca se estampaban!). Y, cuando llovía, la calle era como un torrente de agua incontrolada que arrastraba palitos, piedras y papeles, como barcos a la deriva... ¡Qué entretenido era ver correr el agua loca, precipitándose cuesta abajo!. Yo me he pasado grandes ratos disfrutando de ese espectáculo, y lo recuerdo tan fresco y tan mojado como antes, lleno de olor a lluvia y tierra.



Pescantina. Cerámica de Cesures


Algunas mujeres se descalzaban para no mojarse los zapatos; otras usaban zuecos. Y aquella pescantina (“pesca”, como llaman allí), con su cesto lleno de xoubas en la cabeza (esos cestos cuadrados, trenzados con láminas de madera de castaño, tan bonitos), bajaba descalza con el pico del delantal sujeto con la boca.

Podía parecer que el cesto le protegía del agua pero, entre las ranuritas del entramado, caía sobre su cabeza toda el agua de la lluvia mezclada con la del mar que llevaban las propias sardinas.