martes, 1 de diciembre de 2009

La bodega y las figuritas




Hace dos meses volví a bajar a la bodega con Pilos y con Ricardo. Esta vez con la idea concreta de mirar y tener en mis manos una a una las figuritas del Nacimiento y comprobar su estado. Siento la necesidad de unirme más y más a esos recuerdos y a esa vida-que-fue, ahora que las cosas están cambiando tanto.

Respiro profundamente el olor a humedad, tierra, madera carcomida, a todo junto, que es mucho más. Y se me llena el alma. Y algo sigue viviendo en mi interior; y me aferro a esa vida, como si nunca jamás pudiera comprender que ya no existe. ¡Muy mal! no se debe hacer eso, ya lo sé. Pero yo lo necesito todavía y me sumerjo en esa ilusión, en esas vivencias antiguas, que es el modo de sentir más de cerca a todos mis seres queridos de antes. Creo que así, poco a poco, iré soltando las amarras que me tienen atada: a base de reflexiones, de encuentros y despedidas; de tocar, de acariciar camisas con cuellos y puños almidonados e iniciales bordadas -T.A.,J.R.B- . Será una tontería, pero a mí me sirve. Me hace falta tiempo...

Las figuritas estaban ahí, en el armario de siempre, destrozadas de tanto ir y venir, en Navidades sucesivas, de casa a la iglesia y de ser tratadas con muy poca delicadeza por quienes las manipularon durante tantos años para poner el Belén en la Sacristía de la Parroquia, para disfrute del pueblo. Allí estaban, digo, apiladas malamente, agolpadas, unas contra otras, golpeadas, mutiladas...!

Se nos cayó el alma a los pies, dicho sea de paso, cuando nos fuimos encontrando trozos de patas de ovejas, pastores sin manos, sin piernas, con las cabezas rotas... ¡Qué desastre!... Y aquél pastor, mi preferido, que llevaba de la mano a un niño mientras que con el otro brazo, extendido, señalaba hacia el cielo, ya no tenía el dedo índice en su mano… y ni siquiera agarraba con la otra al niño que miraba en esa dirección.


Hemos hecho un pequeño inventario y guardamos todas independientemente, en cajas de cartón. Y he decidido que voy a restaurarlas poco a poco.

sábado, 6 de junio de 2009

Mi Hoya carnosa















Hoya carnosa. Flor sin abrir


Hace mucho que no escribo. Se me están olvidando los recuerdos... o será que, últimamente, tengo otras muchas cosas entre manos. De todos modos quiero poner una foto de mi otra Hoya (esta se llama Hoya carnosa) que me ha florecido por primera vez el 2009 y este año en mayo ha vuelto a dar cuatro flores y estoy emocionada. Una amiga me regaló un esqueje en el 2007. Lo planté, prendió con facilidad y se ve que le ha ido bien el lugar donde lo coloqué porque la plantita fue prosperando y está fuerte y robusta. ¡Una sorpresa enorme!. No conocía para nada esta variedad y es emocionante seguir la pista a una planta de la que no conoces el comportamiento, por decirlo así. Teóricamente es enredadera, vamos, necesita un tutor o caerá deslavazadamente hacia el suelo. Yo la he sujetado entre dos palos casi paralelos. Como da una especie de zarcillos alargados y desprovistos de hojas, parece que se le secan los extremos y hace muy raro; te crees que algo le va mal pero, justamente ahí, en ese tallo alargado y tristón, es donde más adelante florecerá. Al menos así ha pasado este año con la mía. Por la noche, a los pocos días de abrir, desprende un olor algo fuerte que poco a poco va despareciendo y he observado que, cuando lleva abierta un par de semanas, segrega unas gotitas resinosas, como si fueran bolitas de cristal, que se ven muy bien en esta foto.

¡Es preciosa y parece de terciopelo!

sábado, 4 de abril de 2009

De nuevo, la primavera







Cuando la Cigarra nos brinda su álbum primaveral, mi Hoya Bella resucita este año y sus estrellitas con abalorios rojos me llenan de alegría. ¿Se puede ser tan preciosa?.

sábado, 14 de febrero de 2009

Caracol, col, col














Los días de lluvia todos los caracoles salían a pasear; al menos eso es lo que yo observaba en el jardín, por primavera. Para que tomáramos el aire la abuela nos hacía bajar con el encargo de liberar a las plantas de tan perjudiciales animalitos.

Primero los cogíamos -sabiendo que se escondían en su “caseta” inmediatamente- para que con la magia de la canción volvieran a salir de su escondite, ante nuestra ilusión y asombro. Yo llegué a pensar que a los caracoles les gustaba oír esa cancioncilla “caracol, col col, saca los cuernos al sol”, que nosotras les cantábamos mientras esperábamos pacientemente a que iniciaran su paseo de nuevo; incluso me parecía que la necesitaban para ponerse en marcha. El caracol, al cabo de un ratito, sacaba un “cuerno”, luego el otro y, confiado, se disponía de nuevo a caminar, dejando su huella como una estela de baba brillante .

Paseaban por los macizos sobre las hojas de boj; subían por las ramas de las camelias, se arrastraban con parsimonia por el muro... era un auténtico batallón a los que interceptábamos el camino y dejábamos caer sobre los paseos, para aplastarlos sin piedad con las botas, cuando nos aburríamos de cantarles... Ahora me da no sé qué decirlo; me suena fatal, pero era así. Yo maté un montón de caracoles, no sé cuántos, en mi vida; ahí se quedaban tan resbalosos, tan mocosos, mezclados con su caparazón, hechos un asco, por el parterre. Y no me daban ninguna pena. Eran perjudiciales para las pantas, y ¡hale!. Nosotras hacíamos el bien al jardín. Los caracoles tenían que aguantarse.

Un día llegó “Venturiña” con un cubo en la mano y le pidió permiso a la abuela para entrar en el jardín y llenarlo de caracoles. ¡Los quería para vender!. ¿Quién compraría semejante cosa, -pensaba yo-?. No me podía imaginar que alguien tuviese el mínimo interés en comprar estos babosos animalitos y menos aún para comérselos!. Venturiña nos explicó que conocía a un señor francés a quien le gustaban mucho, cocinados, “...porque allí, en Francia, se comen los caracoles...” ¡Qué asco!. Nos pusimos a ayudarle, manos a la obra y lo pasamos mejor que nunca porque intentaban subir por las paredes del cubo para escaparse, pero eran tan lentos que ninguno lograba salir. Nosotras los hacíamos bajar rápidamente una y otra vez y así nos pasamos la mañana, tan felices nosotras y tan desesperados los caracoles, supongo. Al final, Venturiña se marchó todo satisfecho con el cubo lleno para el señor francés y nosotras seguimos jugando por el jardín, entretenidas con los caracoles y con el sapo ése tan gordo, que estaba casi siempre en una hendidura del muro -o al menos allí le localizábamos con frecuencia- y que tenía la piel tan fría y los mofletes tan fofos...

miércoles, 28 de enero de 2009

La casita de muñecas


Un día 6 de enero de no me acuerdo qué año llegaron por la mañana los Reyes Magos, como acostumbran a hacerlo desde que tengo conciencia. Pero aquel año para mí fue especial, tan especial que lo tengo guardado en mi nevera de los recuerdos que es, justamente, donde más frescos y claros perduran.
Después de desenvolver algunos paquetes, la abuela nos encaminó solemnemente a la salita en donde dábamos nuestras clases diarias porque “Sus Majestades han dejado algo ahí”. Mientras cruzábamos el recibidor una corazonada me decía que la cosa iba a ser muy especial ¡presentía algo importante...!.

Efectivamente, justo al entrar en la habitación, adosada a la pared de la izquierda, nos encontramos –oh, maravilla- con una casita de muñecas de tres pisos, cuyas habitaciones estaban todas encendidas, lo cual nos permitía ver, a través de los cristales de las ventanas, toda la vida en funcionamiento en su interior; la señora de la casa con su bata de raso rosa y sus chinelas, los niños en su cuarto de juegos, la cocinera y la doncella ambas ocupadas en sus quehaceres, con sus cofias y sus uniformes impecables... ¡Qué emoción tan enorme!.

La fachada se retiraba con mucho cuidadito y... entonces sí que se podía entrar en cada habitación, abrir un armario y ver la ropa colgada de perchas “de verdad”; abrir el cajón del aparador del comedor y coger los cubiertos y los platos para poner la mesa; abrir la puerta del...“escusado” y encontrarte con la taza de porcelana y el rollito de papel del elefante como si fueran de verdad... ¡¡Indescriptible!!

Por aquel entonces tendría yo...¿siete años?. Seguramente.

Supe, con el tiempo, que esa casita la había traído mi bisabuelo para sus nietas (entre ellas, mi madre) cuando eran pequeñas. Mi abuela se dedicó a restaurarla muchos años después, para que los Reyes nos la trajeran a mi hermana y a mí, tal como acabo de describir. (Ahora puedo entender la ilusión tan grande de la abuela al haber hecho realidad esta restauración, y lo emocionada que estaría observando nuestras caras, aquel día seis de enero).

La casita hizo las delicias de nuestra infancia, es fácil de imaginar. Pero como todo tiene su momento, al pasar los años, se nos olvidó. La guardó mi abuela seguramente antes de que los pequeños la destrozaran... Y los muebles, vajillas y porcelanas, fueron desapareciendo poquito a poco, a lo largo del tiempo, en manos de quien fuera...

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El verano de 1993 bajé a la bodega para reencontrarme con ella. Ahí estaba, toda deteriorada, llena de polvo, como es natural y abandonada por completo. Empecé a meter la cabeza por las habitaciones y los dedos por la puerta de la leñera de la cocina con la ilusión de encontrar algo; comprobé que en la leñera habían anidado ratones, pero también que se conservaban unas cazuelitas y algún que otro utensilio ahí escondidos. En el salón quedaban algunos muebles antiguos, aunque destartalados.
En un dormitorio había una cama, sin cabecero. Las cocineras casi se habían muerto, pero estaban... ¡Me emocioné! Pedí permiso para sacarla de ahí y me dediqué durante tres o cuatro veranos a restaurarla por completo. Primero la limpié. Puse cajones en donde ya solo quedaban los huecos, reconstruí cabeceros de cama, coloqué puertas y durante un par de años anduve obsesionada buscando todo tipo de tablitas y alambres que me permitieran trabajar en la reconstrucción de zócalos y escaleras. Solicité a todos los niños de la familia que me guardaran los palos de los polos y todos se acordaban siempre de traérmelos. Y me fueron de una gran utilidad. Hice un perchero, un bastonero y hasta libros para el despacho. Descubrí también el cartón-pluma, mi gran aliado para todo lo relacionado con la carpintería de puertas y ventanas... Coloqué cofia nueva y uniforme a la doncella, porque se lo habían roído los ratones y completé, gracias a los chinos y a mis más allegados, algo de mobiliario y algún que otro adorno de la época. Hice dos alfombras, pintadas sobre telas más o menos finas, que me quedaron muy apropiadas, sobre todo una. Y al cabo de tres veranos la casita estaba terminada a falta de la instalación eléctrica de la que carece todavía y que correrá a cargo de Ricardo, cuando se jubile, porque a mí lo de la electricidad se me da fatal. También faltan los balaústres de los balcones. Éstos creo que se los voy a encargar a un cuñado mío que se ha jubilado ya y se había ofrecido a hacerlos hace muchos años...

Ahora quiero hacer obra y cambiar los suelos, que están bastante feos.

martes, 13 de enero de 2009

Ofelia



A mí me producía mucha ternura. Era tuerta, y caminaba con la cabeza de medio lado, en inferioridad de condiciones respecto a todas sus compañeras. Llegaba siempre tarde a los repartos y parecía que, con su parsimonia y torpeza, molestaba a las demás que corrían empujándola de mala manera para llegar las primeras al picoteo.

Pitas, pitas...

El gallo peleón las amedrentaba, y la pobre Ofelia conseguía acercarse, al fin, para comer lo que había quedado de salvado esparcido por el suelo del patio, después de que todas las gallinas “de buen ver” se habían puesto como el quico.