sábado, 14 de febrero de 2009

Caracol, col, col














Los días de lluvia todos los caracoles salían a pasear; al menos eso es lo que yo observaba en el jardín, por primavera. Para que tomáramos el aire la abuela nos hacía bajar con el encargo de liberar a las plantas de tan perjudiciales animalitos.

Primero los cogíamos -sabiendo que se escondían en su “caseta” inmediatamente- para que con la magia de la canción volvieran a salir de su escondite, ante nuestra ilusión y asombro. Yo llegué a pensar que a los caracoles les gustaba oír esa cancioncilla “caracol, col col, saca los cuernos al sol”, que nosotras les cantábamos mientras esperábamos pacientemente a que iniciaran su paseo de nuevo; incluso me parecía que la necesitaban para ponerse en marcha. El caracol, al cabo de un ratito, sacaba un “cuerno”, luego el otro y, confiado, se disponía de nuevo a caminar, dejando su huella como una estela de baba brillante .

Paseaban por los macizos sobre las hojas de boj; subían por las ramas de las camelias, se arrastraban con parsimonia por el muro... era un auténtico batallón a los que interceptábamos el camino y dejábamos caer sobre los paseos, para aplastarlos sin piedad con las botas, cuando nos aburríamos de cantarles... Ahora me da no sé qué decirlo; me suena fatal, pero era así. Yo maté un montón de caracoles, no sé cuántos, en mi vida; ahí se quedaban tan resbalosos, tan mocosos, mezclados con su caparazón, hechos un asco, por el parterre. Y no me daban ninguna pena. Eran perjudiciales para las pantas, y ¡hale!. Nosotras hacíamos el bien al jardín. Los caracoles tenían que aguantarse.

Un día llegó “Venturiña” con un cubo en la mano y le pidió permiso a la abuela para entrar en el jardín y llenarlo de caracoles. ¡Los quería para vender!. ¿Quién compraría semejante cosa, -pensaba yo-?. No me podía imaginar que alguien tuviese el mínimo interés en comprar estos babosos animalitos y menos aún para comérselos!. Venturiña nos explicó que conocía a un señor francés a quien le gustaban mucho, cocinados, “...porque allí, en Francia, se comen los caracoles...” ¡Qué asco!. Nos pusimos a ayudarle, manos a la obra y lo pasamos mejor que nunca porque intentaban subir por las paredes del cubo para escaparse, pero eran tan lentos que ninguno lograba salir. Nosotras los hacíamos bajar rápidamente una y otra vez y así nos pasamos la mañana, tan felices nosotras y tan desesperados los caracoles, supongo. Al final, Venturiña se marchó todo satisfecho con el cubo lleno para el señor francés y nosotras seguimos jugando por el jardín, entretenidas con los caracoles y con el sapo ése tan gordo, que estaba casi siempre en una hendidura del muro -o al menos allí le localizábamos con frecuencia- y que tenía la piel tan fría y los mofletes tan fofos...

3 comentarios:

Cigarra dijo...

Bueno, no es que acabar en la cazuela del francés fuera mucho mejor destino, pero por lo menos no acababan despachurrados entre los cascotes de su casita portátil.

María la Delsa dijo...

Pues no, no era mejor destino, la verdad...
Reconozco que estas cosas,contadas así, tal cual sucedieron, pueden tener ciertas connotaciones de maltrato animal, pero no, ¡en absoluto!. Aquí enarbolábamos nuestra bandera de salvadoras de plantas contra el enemigo caracol; ¡con lo interesantes que me parecen ahora estos animalitos!.

Anónimo dijo...

Microchip-666.