miércoles, 26 de noviembre de 2008

Amel




Era como una princesa: tenía el pelo largo y rubio y se lo recogía en la nuca con un trenzado airoso que le favorecía muchísimo. Yo la conocí el día que subían mi tio y ella las escaleras de la torre, recién casados, para quedarse a vivir en casa de la abuela. Muy pronto sentí una especial admiración hacia ella, tan joven, tan guapa y tan vital. (¡Y, encima, traía caramelos para mi hermana y para mí!. Eso tampoco se me olvida).

Era muy espontánea, muy buena persona y tan natural que chocaba un poco en ese ambiente “de Versalles” que se respiraba a veces en casa...

Uno estaba acostumbrado a controlar sentimientos, a reprimirlos, a ocultarlos incluso. Uno se pensaba un poco las cosas antes de decirlas, para “decirlas bien”, de manera que cada palabra estuviera adecuadamente colocada y correctamente pronunciada. Pero ella, que procedía de una familia de clase alta y su educación era exquisita, estaba por encima de los convencionalismos y su naturalidad le hacía actuar siempre “a su aire”, con un entusiasmo que chocaba a veces en el ambiente convencional del que hablaba antes. De esto me fui dando cuenta poco a poco.

La jardinería y Bach fueron su pasión. Disfrutó con las plantas toda la vida. Se pasaba las horas muertas en el jardín, agachada, haciendo polinizaciones, o cruces, en los geráneos. Conseguía flores de colores caprichosísimos, pétalos moteados, blancos puros, otras veces centros granates y pétalos rosáceos... Recuerdo su alborozo cuando en una primavera le floreció un pelargonio casi negro de tan oscuro. Una flor tan oscura era rara – y no demasiado bonita a mi juicio- pero era la maravilla de las maravillas haberla conseguido así... y, entusiasmada, admirando su logro, lo compartía con todos nosotros que, quizás, no alcanzábamos a entender del todo tanta felicidad.

Coleccionaba pelargonios y fucsias; los tenía de todos los colores, dobles, sencillos, minis... y se embelesaba profundamente ante un primer capullo... como quien espera emocionada el parto.

La primera vez en mi vida que comprobé cómo se encogían las hojas de una
mimosa púdica al roce de mi mano, fue en su habitación, en el arbolito que ella había conseguido de semilla. ¡Fue maravilloso...! La plantita reaccionaba como jamás podría yo imaginar que lo hiciera un vegetal. Y ahora, más aún que entonces, comprendo perfectamente su emoción, porque he sentido en ocasiones algo similar con mis limoneros, o con mi jabonero de china, conseguidos ambos de semilla, aunque no se les encojan las hojas con el roce...

Tocaba el piano y, a eso de las cinco de la tarde, se aplicaba diariamente como si de una obligación se tratara y la música se extendía por toda la casa. A mí me parecía que lo hacía francamente bien y a veces me quedaba un buen rato a su lado admirada de que alguien fuese capaz de leer esas partituras tan enrevesadas y, encima, convertirlas en música...

También le encantaban los animales. Tanto es así que durante una temporada tuvo por su habitación, que era muy grande, tres tortugas en absoluta libertad: Ulises, Esopo y Rodopis. Así supe que a las tortugas les encantaban las cerezas entre otras muchas cosas, pero es que las cerezas también me gustaban a mí y me daba pena que se “malgastaran” de ese modo; vamos, que tentada estuve alguna vez de robarle a las tortugas su comida... Por aquel entonces tendría yo seis años...

En otra ocasión tuvo un cobaya que correteaba por la habitación como Pepe por su casa. Yo no sé si a mi abuela le gustaría mucho saber estas cosas (en caso de que las hubiera sabido...), pero para mí era un privilegio tener tan cerca ese mundo animal, con sus nombres propios y sus costumbres alimenticias, etc., que mi tía conocía bien. Desde luego, mi amor por las plantas me lo pasó ella y en cuando a los animales nunca me dio “repelús” ninguno (salvo las cucarachas que no sé cómo se las arreglan para ser tan asquerosas). Me contagió su manía hacia los topos, eso sí, porque se zampaban todos los bulbos que plantaba en la huerta, destrozando las plantaciones, y los perseguía con una pala cortándoles el camino ... o la cabeza también... ¡Qué le vamos a hacer! Ahora me daría pena, pero cuando quieres conseguir tulipanes y gladiolos o anémonas, estos animalitos, ciegos (y mudos), se convierten en enemigos acérrimos y no te queda más remedio que intentar deshacerte de ellos con los recursos a tu alcance... Cada cual tiene que elegir su escala de valores.

Llegó un momento en que se sabía los nombres de todos los perros del pueblo y cuando iba a la huerta, ya de mayor, llevaba una retahíla detrás y a todos les daba un caprichito traducido en un bocado que iba sacando de una bolsa, bien abastecida al efecto. Los animales la adoraban, naturalmente. Y el amor que ella les profesaba (ya fueran perros, gatos, gaviotas heridas, etc.) se parecía al que dicen tenía San Francisco de Asís por sus criaturas (sus hermanos lobos, perros, gatos, pajaritos todos...). Sí, ella tenía también todo ese amor a los seres vivos, salvo al topo, claro, porque él tampoco respetaba su parcela. Amel amaba la vida con un entusiasmo que llamaba la atención.

...

Pero un día se olvidó de los nombres de las plantas de su huerta -se los tuve que poner yo con cartelitos-; en su habitación dejó de sonar Bach hasta llegar al cielo y Mei, su última perrita adorada, se puso fea y gorda y ya nadie cuidaba de ella como antes.

jueves, 6 de noviembre de 2008

“Ondiñas veñen...”

Dicen que no lo repita tanto, pero la verdad es que yo he sido un poco tonta, vamos, que de tan inocente e ingenua he pecado siempre de medio boba... Siempre he estado en la inopia, siempre me he enterado la última de las cosas “importantes” de la vida, siempre me he dado de bruces bruscamente con la “realidad cruel” y, claro, siempre he sufrido decepciones que se podrían haber evitado... Vamos, que no fui ni mucho menos una niña espabilada en lo que a la vida se refiere... Fui una niña sensible, delicada, dócil, observadora de sentimientos ajenos, pero poco práctica y con pocos recursos de supervivencia a la hora de manejar los propios sentimientos. Todo ésto, unido al cuidado que nos prodigaban los mayores, a esa envoltura entre algodones en la que nos tenían para preservarnos de la contaminación exterior, me hizo muy vulnerable a cualquier contratiempo...

Pisé un colegio por primera vez a los diez años, cuando todas mis compañeras llevaban al menos cinco o seis de convivencia con las monjas y conocían sus manías y la calidad humana (y la falta de caridad divina) de muchas de ellas y, lo que es más importante, habían desarrollado ya sus mecanismos de defensa y tenían un aprendizaje adquirido para librarse o salir airosas de cualquier rapapolvo, merecido o nó...

Yo era la nueva. Tenía diez años, pero como si tuviera siete... No sabía de artimañas y en esto del comportamiento en los colegios estaba ”pez”. Me pusieron en la última fila de la clase, al lado de Carmen Martín, que era una niña muy sabidilla que al notar mi acento "raro" me preguntó de dónde era y me pidió que le cantara una canción en gallego, por supuesto. ¿Qué hice? ¡Pués ni corta ni perezosa me puse a cantarle “ondiñas veñen, ondiñas veñen e van....”! y, aunque yo creía que lo hacía bajito, lo debí de hacer lo suficientemente alto como para que la monja de turno oyera mis "trinos" y preguntara, indignada:

-“¿¿Quién está cantando??”-

Me puse de pié inmediatamente y dije que era yo.

-“¡Hay que ver, la nueva, qué mosquita muerta...!” –dijo la monja con mucha retranca...

¡Qué apuro pasé! Me sentí fatal; y no me gustó nada lo de “muerta”, que me sonaba tan duro... Lo de “mosquita” podría ser un apelativo cariñoso... no sé. El caso es que la frase me dejó desconcertada. No la había oído nunca y no sabía lo que quería decir exactamente, pero el tono me pareció desagradable y un poco humillante, eso sí, y sentí vergüenza al ver tantas cabezas vueltas hacia mí.

Nunca se me ha ocurrido llamar “mosquita muerta” a nadie en mi vida, ni lo haré.

... Y lo de cantar en clase, tampoco volví a hacerlo.