domingo, 21 de diciembre de 2008

El Nacimiento













En Navidad la abuela siempre ponía un Nacimiento enorme. Bueno, la ayudaban, claro está, pero mis tías y ella dirigían la operación, porque el Nacimiento tenía, fácilmente, unos seis metros de largo por dos y pico de ancho o más. Las figuras no eran unas figuritas cualquiera, eran unas preciosas figuras napolitanas, de unos veinticinco centímetros de altura, aproximadamente. Y el fondo de papel estaba pintado a mano, por un pintor cuyo nombre no recuerdo, aunque debo tenerlo apuntado por algún sitio.

Nadie hizo nunca una foto que sirviera como testimonio, qué pena, pero aquello no se puede olvidar.

Nosotras nos quedábamos “embobadas” mirándolo durante largo tiempo, mientras íbamos descubriendo detalles reales, con vida de verdad, entre lo que parecía inanimado... El olor del musgo fresco y del corcho me transportaba, como aún lo sigue haciendo ahora, a un mundo interior, desconocido, fantástico pero, a la vez, familiar y cálido. Me gustaba ese mundo. El riachuelo con agua de verdad, las plantas de verdad, los árboles que, aunque eran ramas cortadas, parecían de verdad también... Eso me producía una emoción indescriptible. La delicadeza de las figuras, aquellos pastorcitos en pareja, que bailaban al son del tamboril, el anciano que llevaba de la mano a un niño y con la otra mano le señalaba la estrella que les guiaba al portal... los Reyes Magos que se divisaban a lo lejos y que eran los que nos venían a traer, también a nosotras, sus regalos... y las lavanderas, por las que siempre me he sentido atraída de un modo especial. Todo formaba parte de ese gran teatro y yo me sentía también una integrante más en la historia. No sé cómo explicarlo. Caminaba con los pastores, lavaba la ropa y cogía agua del pozo como una aldeana más, en un pueblo amable que estaba volcado de lleno en el nacimiento de Jesús en aquel portal de Belén.

¡Qué hermoso recuerdo! Así estoy yo ahora, que no puedo dejar de poner el Nacimiento ningún año, aunque oiga eso de “simplifica, hay que simplificar...”

Siempre hemos puesto Nacimiento en casa. Es una tradición que por ahora nunca hemos roto en la familia y a mí me encanta. Y da lo mismo que haya incongruencias. Los pastorcitos nunca caben por las puertas de sus casas. Muchos patitos son más grandes que las ovejas; el rio puede ser como el Guadiana, que aparece y desaparece a gusto del “belenista”... ¡y no pasa nada! Nunca deja de tener su encanto esa desproporción.

Mi madre también lo ponía siempre, con luces en todas las casitas. No faltaban la estrella, forrada de papel de plata, ni el rio, ni el castillo con sus guardianes, ni los Reyes, (que iban avanzando a lo largo de la Navidad hasta llegar al portal) ni toda clase de pastorcitos, que se fueron rompiendo poco a poco a fuerza de andar de mano en mano cuando mis hermanas eran pequeñas. Lo de que las casas tuvieran luz interior daba más rienda suelta aún a la imaginación.

Años después, cuando llegaron mis hijas a este mundo, mamá, que solo ponía ya el “Misterio”, me regaló todas las figuritas de barro que tengo ahora, y los puentes, y las casas de corcho. Puse piernas y brazos a los lisiados, y así empecé yo de nuevo, a poner el Nacimiento todas las Navidades, con la ilusión de todos.

La verdad es que hay que tener un poquito de tiempo y paciencia, aun cuando el Belén sea pequeñito, porque se arma un revuelo enorme en la habitación elegida y se desordenan muchas cosas para hacer sitio, y eso da pereza. (¿Dónde coloco ahora el reloj, dónde pongo la lámpara, dónde están las tablas del año pasado, que no me acuerdo...?). Pero a mí me compensa. Lo paso estupendamente haciendo el armazón, que es lo más rollo, y me lo paso mucho mejor aún distribuyendo los caminos, organizando el curso del río, hasta donde yo quiera, para que las lavanderas tengan su espacio, colocando el castillo de “Horedes” (como decía Anita, cuando era pequeña) en lo más alto para que parezca más lejano, organizando el paso por el puente y haciendo un huerto. Siempre hago un huerto, con tierra de verdad. Planto lentejas, que germinan rápido, y coloco pedacitos de sedum, a modo de repollos o alguna plantita que tenga por ahí, para que el aspecto sea de huerto de verdad, con un poco de imaginación que se le ponga. Y voy llevando y trayendo las figuritas de un sitio a otro, hasta que las acoplo con algo de lógica, y me parece que, cuando ocupan su lugar, van cobrando vida.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Amel




Era como una princesa: tenía el pelo largo y rubio y se lo recogía en la nuca con un trenzado airoso que le favorecía muchísimo. Yo la conocí el día que subían mi tio y ella las escaleras de la torre, recién casados, para quedarse a vivir en casa de la abuela. Muy pronto sentí una especial admiración hacia ella, tan joven, tan guapa y tan vital. (¡Y, encima, traía caramelos para mi hermana y para mí!. Eso tampoco se me olvida).

Era muy espontánea, muy buena persona y tan natural que chocaba un poco en ese ambiente “de Versalles” que se respiraba a veces en casa...

Uno estaba acostumbrado a controlar sentimientos, a reprimirlos, a ocultarlos incluso. Uno se pensaba un poco las cosas antes de decirlas, para “decirlas bien”, de manera que cada palabra estuviera adecuadamente colocada y correctamente pronunciada. Pero ella, que procedía de una familia de clase alta y su educación era exquisita, estaba por encima de los convencionalismos y su naturalidad le hacía actuar siempre “a su aire”, con un entusiasmo que chocaba a veces en el ambiente convencional del que hablaba antes. De esto me fui dando cuenta poco a poco.

La jardinería y Bach fueron su pasión. Disfrutó con las plantas toda la vida. Se pasaba las horas muertas en el jardín, agachada, haciendo polinizaciones, o cruces, en los geráneos. Conseguía flores de colores caprichosísimos, pétalos moteados, blancos puros, otras veces centros granates y pétalos rosáceos... Recuerdo su alborozo cuando en una primavera le floreció un pelargonio casi negro de tan oscuro. Una flor tan oscura era rara – y no demasiado bonita a mi juicio- pero era la maravilla de las maravillas haberla conseguido así... y, entusiasmada, admirando su logro, lo compartía con todos nosotros que, quizás, no alcanzábamos a entender del todo tanta felicidad.

Coleccionaba pelargonios y fucsias; los tenía de todos los colores, dobles, sencillos, minis... y se embelesaba profundamente ante un primer capullo... como quien espera emocionada el parto.

La primera vez en mi vida que comprobé cómo se encogían las hojas de una
mimosa púdica al roce de mi mano, fue en su habitación, en el arbolito que ella había conseguido de semilla. ¡Fue maravilloso...! La plantita reaccionaba como jamás podría yo imaginar que lo hiciera un vegetal. Y ahora, más aún que entonces, comprendo perfectamente su emoción, porque he sentido en ocasiones algo similar con mis limoneros, o con mi jabonero de china, conseguidos ambos de semilla, aunque no se les encojan las hojas con el roce...

Tocaba el piano y, a eso de las cinco de la tarde, se aplicaba diariamente como si de una obligación se tratara y la música se extendía por toda la casa. A mí me parecía que lo hacía francamente bien y a veces me quedaba un buen rato a su lado admirada de que alguien fuese capaz de leer esas partituras tan enrevesadas y, encima, convertirlas en música...

También le encantaban los animales. Tanto es así que durante una temporada tuvo por su habitación, que era muy grande, tres tortugas en absoluta libertad: Ulises, Esopo y Rodopis. Así supe que a las tortugas les encantaban las cerezas entre otras muchas cosas, pero es que las cerezas también me gustaban a mí y me daba pena que se “malgastaran” de ese modo; vamos, que tentada estuve alguna vez de robarle a las tortugas su comida... Por aquel entonces tendría yo seis años...

En otra ocasión tuvo un cobaya que correteaba por la habitación como Pepe por su casa. Yo no sé si a mi abuela le gustaría mucho saber estas cosas (en caso de que las hubiera sabido...), pero para mí era un privilegio tener tan cerca ese mundo animal, con sus nombres propios y sus costumbres alimenticias, etc., que mi tía conocía bien. Desde luego, mi amor por las plantas me lo pasó ella y en cuando a los animales nunca me dio “repelús” ninguno (salvo las cucarachas que no sé cómo se las arreglan para ser tan asquerosas). Me contagió su manía hacia los topos, eso sí, porque se zampaban todos los bulbos que plantaba en la huerta, destrozando las plantaciones, y los perseguía con una pala cortándoles el camino ... o la cabeza también... ¡Qué le vamos a hacer! Ahora me daría pena, pero cuando quieres conseguir tulipanes y gladiolos o anémonas, estos animalitos, ciegos (y mudos), se convierten en enemigos acérrimos y no te queda más remedio que intentar deshacerte de ellos con los recursos a tu alcance... Cada cual tiene que elegir su escala de valores.

Llegó un momento en que se sabía los nombres de todos los perros del pueblo y cuando iba a la huerta, ya de mayor, llevaba una retahíla detrás y a todos les daba un caprichito traducido en un bocado que iba sacando de una bolsa, bien abastecida al efecto. Los animales la adoraban, naturalmente. Y el amor que ella les profesaba (ya fueran perros, gatos, gaviotas heridas, etc.) se parecía al que dicen tenía San Francisco de Asís por sus criaturas (sus hermanos lobos, perros, gatos, pajaritos todos...). Sí, ella tenía también todo ese amor a los seres vivos, salvo al topo, claro, porque él tampoco respetaba su parcela. Amel amaba la vida con un entusiasmo que llamaba la atención.

...

Pero un día se olvidó de los nombres de las plantas de su huerta -se los tuve que poner yo con cartelitos-; en su habitación dejó de sonar Bach hasta llegar al cielo y Mei, su última perrita adorada, se puso fea y gorda y ya nadie cuidaba de ella como antes.

jueves, 6 de noviembre de 2008

“Ondiñas veñen...”

Dicen que no lo repita tanto, pero la verdad es que yo he sido un poco tonta, vamos, que de tan inocente e ingenua he pecado siempre de medio boba... Siempre he estado en la inopia, siempre me he enterado la última de las cosas “importantes” de la vida, siempre me he dado de bruces bruscamente con la “realidad cruel” y, claro, siempre he sufrido decepciones que se podrían haber evitado... Vamos, que no fui ni mucho menos una niña espabilada en lo que a la vida se refiere... Fui una niña sensible, delicada, dócil, observadora de sentimientos ajenos, pero poco práctica y con pocos recursos de supervivencia a la hora de manejar los propios sentimientos. Todo ésto, unido al cuidado que nos prodigaban los mayores, a esa envoltura entre algodones en la que nos tenían para preservarnos de la contaminación exterior, me hizo muy vulnerable a cualquier contratiempo...

Pisé un colegio por primera vez a los diez años, cuando todas mis compañeras llevaban al menos cinco o seis de convivencia con las monjas y conocían sus manías y la calidad humana (y la falta de caridad divina) de muchas de ellas y, lo que es más importante, habían desarrollado ya sus mecanismos de defensa y tenían un aprendizaje adquirido para librarse o salir airosas de cualquier rapapolvo, merecido o nó...

Yo era la nueva. Tenía diez años, pero como si tuviera siete... No sabía de artimañas y en esto del comportamiento en los colegios estaba ”pez”. Me pusieron en la última fila de la clase, al lado de Carmen Martín, que era una niña muy sabidilla que al notar mi acento "raro" me preguntó de dónde era y me pidió que le cantara una canción en gallego, por supuesto. ¿Qué hice? ¡Pués ni corta ni perezosa me puse a cantarle “ondiñas veñen, ondiñas veñen e van....”! y, aunque yo creía que lo hacía bajito, lo debí de hacer lo suficientemente alto como para que la monja de turno oyera mis "trinos" y preguntara, indignada:

-“¿¿Quién está cantando??”-

Me puse de pié inmediatamente y dije que era yo.

-“¡Hay que ver, la nueva, qué mosquita muerta...!” –dijo la monja con mucha retranca...

¡Qué apuro pasé! Me sentí fatal; y no me gustó nada lo de “muerta”, que me sonaba tan duro... Lo de “mosquita” podría ser un apelativo cariñoso... no sé. El caso es que la frase me dejó desconcertada. No la había oído nunca y no sabía lo que quería decir exactamente, pero el tono me pareció desagradable y un poco humillante, eso sí, y sentí vergüenza al ver tantas cabezas vueltas hacia mí.

Nunca se me ha ocurrido llamar “mosquita muerta” a nadie en mi vida, ni lo haré.

... Y lo de cantar en clase, tampoco volví a hacerlo.

domingo, 21 de septiembre de 2008

El Ratón Pérez







-"Abuela, que se me mueve un diente!”-

Si se movía lo suficiente, la abuela enrollaba alrededor un hilito, hacía un nudo y... ¡zas! daba un tirón y el diente se desprendía sin doler y sin sangrar nada. Lo envolvíamos en un algodón con mucho cuidado y esperábamos, ilusionadas, que llegara la hora de acostarnos para ponerlo debajo de la almohada. El ratón no fallaba nunca: me traería caramelos –segurísimo- y se llevaría el diente a cambio, no sé para qué... pero el caso es que nunca se olvidaba de llevárselo.

Esa noche era casi equiparable a la noche de Reyes (creo que no exagero mucho) y yo no podía conciliar el sueño; me parecía oir ruiditos sospechosos, que me imponían mucho respeto... y esperaba con cierto repelús algún indicio de pisadas sigilosas sobre mi cama. ¡Qué nervios!. Al final acababa durmiéndome con esa tensión.

A la mañana siguiente me levantaba de un brinco y empezaba la búsqueda. El paquetito podría estar cerca de la cama, por un rincón de la habitación, debajo de la mesa, en el alféizar de la ventana o en cualquier otro sitio de la casa...

Un año no aparecía por ningún lado. Buscábamos y buscábamos sin éxito y nos parecía imposible que el Ratón se hubiera olvidado de cumplir con su obligación. Al ver nuestra inquietud (éramos mi hermana y yo) y la desilusión tan grande que empezábamos a sentir, la abuela nos animaba:

-“Buscad, seguid buscando, ¡tiene que estar por algún sitio!... Bajad a jugar al jardín y miráis ahí...por si acaso...”-

¡Qué cosas decía la abuela!... ¿Cómo iba a haber estado el Ratón por el jardín...?

¡Pués sí, sí que había estado!. Bajamos, como nos indicó ella, y nada más entrar vimos que, atado con una cuerda, de la rama de un naranjo pendía el ansiado paquete. Y esta vez además de los caramelos y la carta me había traído un sacapuntas de plástico verde en forma de teléfono.

¡Nunca fallaba el Ratón!.

Seguro que es difícil imaginar que ese sacapuntas me hiciera la ilusión tan grande que me hizo y lo que lo disfruté durante mucho tiempo...

Ni que decir tiene que, pasados los años, cuando me tocó hacer de Ratoncito Pérez, dejaba siempre una cartita en verso acompañando al paquete de chucherías
.

sábado, 13 de septiembre de 2008

Mis limoneros



¡Ya tengo dos limoneros!. El primero es casi un adulto; tiene ya 40 cms. de altura, unas espinas puntiagudísimas y sus hojas huelen que da gusto. Seguramente ya cumplió los cinco años, pero no me acuerdo muy bien, porque lo planté y me olvidé de él completamente. Tardó como un año en salir y me dio la alegría del siglo. No sé cuando le tocará florecer y ni si me florecerá en la jardinera pero, si lo hace, ese día lo celebraré por todo lo alto.

Este segundo está recién nacido. Planté la pepita a primeros de agosto y el día 27 ya estaba así.


Hoy acabo de hacerle otra foto; ya se le ven dos hojas perfectas y casi casi me imagino su porte de arbolito airoso. Se está estilizando y yo estoy la mar de contenta. Pienso que un día alguno de los dos me dará un limón. ¡Es lo suyo! ¿no? o...¿será mucho pedir?


jueves, 4 de septiembre de 2008

Una tarde de visita




Mi abuelo Pepe era un hombre bondadoso y tranquilo . Uno siempre estaba a gusto con él; contagiaba serenidad. Todo a su alrededor “estaba bien" y no recuerdo haberle visto nunca alterado ni enfadado. No tuve tiempo de tratarle mucho, pero su recuerdo me llena de paz.

Usaba la colonia Álvarez Gómez que, por aquel entonces, tenía un tapón de corcho atravesado por un tubito metálico que terminaba en una pequeña boquilla a modo de dosificador con otro tapón mas pequeñito aún, creo que de plomo. Siempre que se estaba arreglando y merodeábamos por ahí, nos ponía unas gotitas de colonia en la cabeza y a mí me parecía una cosa extraordinaria llevar el mismo perfume que el abuelo y me sentía así más importante y hasta más guapa... (Ahora cualquier niño tiene su frasco de colonia, -uno o varios-, ¡y de los buenos!, pero cuando yo era pequeña no abundaba ese tipo de “lujos” y el hecho de que te regalaran un frasquito de Galatea o Heno de Pravia...
o aquel "Isabel María, de fragancia señorial",de la casa Vera, era algo extraordinario que valorabas mucho. Y racionabas su uso para que durara lo más posible. Al menos éso es lo que hacía yo)...

En fin...
Tengo en la memoria un paseo que nos dimos con el abuelo una tarde tranquila y soleada... Ya llevaba bastón, pero no daba la sensación de necesitarlo sino más bien de usarlo como complemento de su vestimenta... porque él por aquel entonces tenía muy buena planta y no era torpe al andar...

Íbamos, tan felices, por la carretera (esa carretera en la que por aquel entonces apenas circulaban coches) a hacer una visita a un amigo suyo: el P. Villaronga. Eso de “hacer una visita” era una sana costumbre en la sociedad de aquellos tiempos y a mí me sonaba a algo muy importante y ceremonioso que hacían los mayores de vez en cuando, pero realmente no podía imaginarme muy bien en qué consistía... Se tomarían un té con pastas... y charlarían de sus cosas ... El caso es que no sé quien era ese señor, pero me acuerdo exactamente de la casa en dónde vivía, frente al Jardin de los Poch, y sobre todo no olvidé nunca aquel paseo, por no sé qué motivo especial ... Ahora pienso que quizás fuera ése el único en nuestra vida que dimos solas con el abuelito, porque si nó no lo entiendo.

Mientras él hacía la visita a su amigo, nosotras le esperábamos jugando en la huerta. Y allí, sentada al sol en un banco, había una mujer a quien no conocíamos de nada, con su pañoleta en la cabeza y un bebé en los brazos. Sería su abuela, porque era mayor. La mujer se metía el chupete del niño en la boca, lo “salivaba” todo, dándole vueltas, dejando ver su falta de dientes y se lo daba al bebé que rechupeteaba gozoso...

Me sorprendió tanto eso que yo veía como una porquería enorme, (más aún proviniendo de un adulto), que el hecho se me quedó grabado y unido al mismo recuerdo del paseo feliz.


viernes, 8 de agosto de 2008

La bodega









Este verano, como en una despedida eterna o un reencuentro continuo, he bajado a la bodega y he vuelto a oler a vino viejo, a humedad y a baúles con carcoma, “ZZ” y papeles dormidos.

Solo me bastó cerrar los ojos y aspirar lentamente para llenarme de una emoción muy grande y de vivencias inolvidables; luego me puse a rebuscar, emocionada, con Matesa. Abrimos alguno de los baúles empolvados, de los muchos que quedan todavía esperando por mí seguramente, y l
o primero que encontré -¡oh,maravilla!- fué la caja de la linterna mágica, con un montón de placas de cristal con sus dibujos ilustrativos. Me había olvidado totalmente de su existencia. Pero en cuanto la tuve delante me vino de golpe el recuerdo de esas mágicas tardes en las que nos reuníamos alrededor de su foco de luz para disfrutar de las proyecciones...

¡Y encontré postales y más postales!, algunas escritas y firmadas por antepasados conocidos, -¡qué bendición!-, y al mirar cada postal sentía que se me hacía más próximo el cariño de los mayores, su vida, su calor... Y me gustaría ser yo misma mi propio antepasado, para poder aclarar situaciones, parentescos, lazos, sentimientos y contármelo todo, para que no se pierda, ahora que ya no quedan los que me lo podrían contar...


Y encontré partituras de música, y las libretas en las que aprendí a leer y a escribir, y la “Convivencia Social” que tanto me gustaba... y dos paquetes de tizas cuadradas que ya no existen desde hace mucho tiempo y que busqué por Madrid para construir un pueblito blanco, (como había hecho mi hermano Antonio hace muchos años); y encontré las láminas de dibujo, francesas (A. Maurin. Paris, chez Fourmage édit.), que utilizó mi abuela, de joven, y un precioso dibujo suyo a lápiz y carboncillo de unos pies en escorzo, firmado en 1900 cuando solo tenía trece años,...y las “Instrucciones para bordar con la máquina SINGER”, de 1906, y un cestito redondo en el que la abuela guardaba hilos...

Allí siguen los toneles en los que vimos pisar la uva por septiembre, y las botellas de cristal para envasar el vino, y los arcones de madera, apolillados, que contenían trajes de época y vestidos “para las comedias”; y allí sigue, sobre todo, ese olor del que surgen de repente los objetos, los momentos, las situaciones determinadas que se quedan guardaditas en un rincón de no sé donde de uno mismo... pero que no se van nunca.

jueves, 10 de julio de 2008

Flores de Brasil

Nos vamos a Villajuan, y me despido con estas fotos de flores que nos trajimos de Brasil esta semana. ¡Qué maravilla!.

La Alpinia púrpura, en dos colores






















El Bastón del Emperador (Nicolaia elatior), cuyo tallo sale directamente de la tierra, erguido y elegante

























Las Heliconias o platanillos, (Heliconia bihai), primas de las “Aves del Paraíso” (Strelitzia reginae)























Pachystachys lutea
, cuyo nombre común no me sé.






















Y termino con las poquitas flores que quedaban en un flamboyán (Delonix regia). ¡Si todos los que he visto estuvieran en plena floración me hubiera desmayado...!


miércoles, 18 de junio de 2008

La mañana de San Juan









En Galicia hay una tradición muy arraigada que mi abuela nos transmitió cuando éramos niñas. Cada mañana de San Juan (día 24 de junio) ella nos despertaba, alegre como siempre, recordándonos la fecha del día y nosotras nos levantábamos más diligentes de lo habitual porque sabíamos que empezábamos de un modo distinto y algo mágico nuestras abluciones matinales. Mágico o especial nos parecía el hecho de descubrir en el cuarto de baño una hermosa bañera, llena de agua fresca y ricamente perfumada, en la que flotaban pétalos de rosa, hojitas de hierbabuena, hierba luisa, espliego, tomillo, romero y un montón más de plantas aromáticas.

(Supongo que no faltaría el hipérico o hierba de San Juan (
Hypericum perforatum), y mucho menos el fiúncho (hinojo) (Foeniculum vulgare) y la xesta (retama) (Cytisus scoparius), cuyas virtudes curativas dicen que son importantes. Con la retama siguen haciéndose ramos que se colocan a la entrada de las casas y en las puertas de los coches para ahuyentar así a los malos espíritus, dicho sea de paso).

El caso es que ese día nos lavábamos la cara con esa agua que se preparaba de víspera y que había pasado a la intemperie toda la noche, a la luz de la luna... como es la tradición. Era un agua mitad milagrosa, mitad bendita, olorosa y fresca, que nos dejaba la cara perfumada, como quizás les pasara a las princesas de los cuentos, imaginaba yo...

(El fuego, el agua y las hierbas medicinales son los elementos mágicos que conjuran a los espíritus malignos y ayudan a purificar, limpiar y curar los cuerpos y las almas. De ahí las costumbres de saltar hogueras por la noche, darse un baño de nueve olas en La Lanzada para solucionar problemas de fertilidad en las mujeres y lavarse con esa agua en la que las hierbas tienen un papel significativo de curación... ).

A nosotras no nos daban información sobre estas cosas; ¡ni la pedíamos!. Mi abuela consideraría que eran costumbres paganas, supongo, pero, no obstante, esa agua beneficiosa y refrescante nunca nos faltó el día de San Juan e hizo siempre nuestras delicias cuando éramos niñas .

Yo he continuado esta tradición año tras año, desde que mis hijas eran pequeñas, con la intención de revivir y prolongar lo que tanto me hizo disfrutar en mi infancia y así lo sigo haciendo... para que ellas recuerden también, y lo disfruten...

Mi variedad de hierbas aromáticas siempre fue mucho más reducida que la de aquellos tiempos, por carecer de jardín y también (todo hay que decirlo) de previsión, así que en alguna ocasión he tenido que echar mano hasta de las especias de cocina (orégano, tomillo, laurel, agua de azahar...). Pero he plantado en mi balcón menta, melisa, hierbabuena, geranio de olor y he reducido el tamaño de la bañera, por lo que siempre hemos tenido agua de San Juan en las mañanitas del día 24 de junio, para refrescarnos la memoria y la vida.

...Y si, de paso, se ahuyentan las malas ideas, mejor que mejor...

viernes, 6 de junio de 2008

La cajita de caramelos



En los veranos, cuando la abuela era ya mas ancianita y se acostaba también más temprano que los demás, íbamos todos los hermanos a desearle las buenas noches en comitiva. Entrábamos en su dormitorio como quien entra (exagerando un poco) en un santuario. A la abuela le llenaba de alegría nuestra presencia y se notaba que disfrutaba mucho de este rato. Nos quiso siempre muchísimo, y nosotros lo supimos siempre.

“Vamos a ver, tú –señalando a uno de nosotros- abre el armario... Ahora coge esa cajita...”

-“Cuál, abuela, ésta?”
-“Si; acércamela”

Se la acercábamos y ella la abría ceremoniosamente mientras todos esperábamos ilusionados. En la caja había unas veces caramelos, otras, galletitas de barquillo de esas alargadas con capas de vainilla, según... Nos hacía ponernos en fila y nos iba repartiendo una unidad a cada uno, a la vez que le dábamos el beso de las buenas noches.

Como éramos tantos, había quien intentaba “despistarla” y se ponía de nuevo a la cola para recibir doble ración. Pero no se le escapaba el detalle a la abuela...

-“Tú no, que ya has cogido... Anda, bueno, toma otro...”
y entonces los demás armábamos un guirigay:
-“¡A mí también, a mí también!”

Y la abuela, feliz, terminaba el reparto; nos pedía que guardáramos de nuevo la cajita de lata en el armario, y se disponía a dormir en cuanto salíamos de la habitación.

Qué importante era todo, ¡hasta los caramelos..., sobre todo si nos los daba ella!.

lunes, 26 de mayo de 2008

El "Mi Jesús", del P. Ribera












Cuando recuerdo y saco a colación las directrices católicas -escritas- que formaron mi conciencia de niña, solo puedo dar gracias a Dios porque no he salido tan tarada como sería de esperar... Un poco sí que lo estuve, pero se me ha pasado.

Este “Mi Jesús –Devocionario que ofrece a los niños el P. Luis Ribera”, editado en 1952, es realmente, un ejemplar digno de estudio. Me acompañó siempre en mis obligaciones de buena cristiana, o sea, en las misas de los domingos y en las preparaciones y acciones de gracias de la Comunión. Me ayudó a conocer los nombres de los ornamentos sagrados y los objetos litúrgicos... Me conmoví con sus truculentos dibujos sobre el infierno y el pecado; me emocioné mil veces con el apedreamiento de san Tarsicio, que llevaba la comunión “a los cristianos presos en la cárcel por amor de Jesús”; me dejó estupefacta viendo a la niña que ¡¡ tiraba al Niño Jesús a las serpientes ¡! porque había hecho una mala comunión... (¿Se puede ser más bruto, a la hora de catequizar a un niño?). Yo
fui muy poco crítica. Aceptaba todo de buen grado y no me planteaba nunca interrogantes... ¡pobrecita de mí...!.

En el “Mi Jesús” venían , ilustradas, todas las estaciones del Via Crucis, los misterios del Rosario, ilustrados también, con su letanía lauretana; los cánticos más al uso, los sacramentos de la Iglesia, reflexiones sobre los nueve primeros viernes de mes... y una página al principio, la que más me gustaba, que se titulaba “Santos Recuerdos” y era ahí donde, a mano, había que rellenar los huecos en puntos suspensivos correspondientes a las fechas más importantes de tu vida. “Nací el día..... Recibí la Confirmación el día ..... Recibí la Primera Comunión a la edad de ... el día.....” Y luego, al final, firmabas una declaración de fé:
“Soy cristiano, y prometo a Dios, a la Virgen Santísima y al Angel de mi Guarda, vivir siempre como buen cristiano y como buen hijo de la Iglesia Católica. Y así espero morir, ayudado por la gracia de Dios. Lo que firmo en .... el día..... (Firma)”
En fin. Aquí lo tengo y la verdad es que me encanta, a pesar de todo, porque supuso mucho en mi vida, más para bien que para mal, aunque cueste creerlo... Porque, además, entre las páginas del librito también me encuentro con muchas más cosas que las escritas.

viernes, 23 de mayo de 2008

La confesión

Mucha parte de mi infancia me la pasé
“en pecado mortal”. Bueno, no sería tanta, pero la sensación de estar en pecado mortal sí que la tuve alguna vez y recuerdo ésta como la más incómoda.

El sábado por la tarde era el día de ir a confesarse. Teníamos esa costumbre que, por cierto, no me gustaba nada, pero la abuela nos llevaba a la Iglesia y con solemnidad y recogimiento nos ayudaba a hacer el examen de conciencia (que ahora suena un poco a chino, o a algo un poco lejano y en desuso). Que si teníamos pereza, que si mal genio, que si habíamos desobedecido en algún momento, o estábamos distraídas en clase, ...etc.etc.

Me preparé como pude, pero tenía algo que me desazonaba enormemente y que me parecía imposible de confesar, a pesar de la gravedad: la semana anterior ¡¡yo había pegado un moco en un banco de la Iglesia -lugar sagrado-...!! y lo tenía sobre la conciencia como un sacrilegio o algo parecido. ¿Cómo lo iba a confesar?; me daba una vergüenza enorme; ¡qué ordinariez, además...! Pero... ¿cómo omitir a propósito un pecado tan grave...?

Yo temblaba por dentro, de los pies a la cabeza. Y llegó mi turno. Y me confesé de lo de siempre, como una retahíla, pero no dije nada del moco. Fui incapaz.

Volví al banco. Seguía temblando, más en pecado que antes, y luchaba en mi interior ¿Vuelvo al confesionario... no vuelvo...?. ¡Pero no podía irme a casa tan campante, digo yo...!

El Espíritu Santo me animó. Me decidí heroicamente, a pesar de lo humillante que me resultaba la cosa, a confesar de nuevo.

-“Abuela: que tengo que volver a confesarme, que me he olvidado de algo”-


Volví al confesionario y... ¡lo dije!, muerta de miedo, pero lo dije!.

El alma se me quedó blanca como la nieve. Y ni recuerdo lo que me dijo D.Benigno. Supongo que se reiría por dentro... y ...tres avemarías...


¡Qué descanso, Dios mío!.

domingo, 11 de mayo de 2008

Mis flores

Este año no me ha florecido el muguet. He estado esperando pacientemente. Se ha llenado la maceta de hojitas verdes, sanas y brillantes, ¡pero no ha aparecido ni una vara de flor!. No sé que le habrá podido pasar... ¡qué le vamos a hacer!. Dejo aquí una foto del año pasado y mi recuerdo del jardín de la abuela, en donde conocí por primera vez en mi vida estas delicadas y olorosas florecitas cuando era niña.


En cambio, sí que me ha dado tres flores el
iris amarillo que me regaló Marta hace ya varios años. ¡Qué alegría!.

sábado, 10 de mayo de 2008

"Aquí ya no tenemos religión"



"Nós". Castelao
Hace muchos años, visitaba con mis padres la preciosa iglesita románica de una aldea pontevedresa cercana a nuestro pueblo de veraneo. Está situada en un otero, rodeada de robles centenarios, desde donde se domina un precioso valle con huertas y vides... un paisaje muy pintoresco, acogedor y tranquilo, que invita a la contemplación. Mi padre tenía la costumbre y el gusto de hablar con la gente de los pueblos de allí; les sonsacaba, les preguntaba, les escuchaba... y apareció una mujer mayor con la que entabló un pequeño diálogo. No recuerdo exactamente cómo fue la cosa... Le preguntaría por las fiestas del Santo Patrón, o por el párroco de esa iglesia... qué sé yo... Pero oí algo que no se me olvidará nunca y que me dió mucho que pensar.

Aquella mujer se lamentaba profundamente de cómo estaban cambiando las cosas, qué loco estaba el mundo, que hasta el cura se había llevado de la Iglesia la imagen de San Roque “...¿sabe usted? ...¡y eiquí xa non temos relixión!”.

sábado, 3 de mayo de 2008

Empieza el mes de mayo...


"O maíño maio é moi pillabán
quere que lle dean os cartos na mán.
Para facé-lo maio tivemos que roubar
frores e fiúncho na casa de San Blas...”


...y yo me acuerdo de los niños de Villajuan, que iban por las casas con sus “mayos”, cantando esa canción y pidiendo unos “patacones” para comprarse luego chucherías.


“Los mayos” son unas decoraciones florales muy lucidas, en forma de alfombras, o conos, o altares, que se hacen como homenaje de bienvenida a la primavera y con ella a la Virgen. Hacer "mayos" es una costumbre muy gallega y creo que también portuguesa y supongo que se harán también en otras partes de España aunque lo llamen de otro modo.


Pero los niños en Villajuan se hacían sus propios “mayos” que paseaban por el pueblo, yendo de casa en casa, mientras cantaban esa canciocilla tan especial, que tiene su picaresca. Los hacían dentro de cajoncitos de madera o bandejas más o menos grandes, decorados con flores, hierbas aromáticas, estampitas, y artilugios de adorno, según la imaginacion y el gusto de cada cual. Allá iban, tan felices, de puerta en puerta mostrando sus obras de arte y yo me quedaba embelsada admirando esos trabajos tan bonitos, porque lo eran realmente: como las alfombras de la procesión del “Corpus Christi”, pero en pequeñito.

En casa se ponía un altar a la Virgen; un altar escalonado como los de la iglesia, lleno de flores por los laterales hasta terminar en el centro con una imagen de la Virgen que no consigo “ver” ahora. ¡Me encantaba ese altar!... No sé por qué me parecía tener algo del cielo en casa...

El caso es que esto también era como un ritual. Bajábamos al jardín a cortar flores (bajo la indicación de la abuelita). Normalmente eran espireas (Spiraea arguta
) o celindas (Philadelphus coronarius) o bolas de nieve (Viburnum opulus), que estaban en su apogeo por esas fechas, todas blancas y la celinda con un olor suave, delicioso; las colocábamos en los distintos floreros y quedaba el altar que daba gloria, con sus mantelitos de encaje, blancos y almidonados... ¡Cómo me hubiera gustado tener una foto ahora con la que poder decorar este recuerdo...! Cuando entrábamos en esa alcoba no “nos quedaba más remedio” que cantar a la Virgen una canción.

Toma, Virgen pura, nuestros corazones
no nos abandones, jamás, jamás,
no nos abandones, jamás, jamás...


martes, 29 de abril de 2008

La pedrada



En mi anterior entrada comencé con unos versos de Gabriel y Galán que corresponden a “la Pedrada”, una poesía que aprendí cuando era pequeña y que me emocionaba todita entera, de los pies a la cabeza. Cada vez que la recitaba me sentía espectadora directa de ese acontecimiento que se describe en ella. Veo la procesión desfilando por la calle del Preguntoiro, (aunque nunca haya pasado por ahí en la realidad), y hasta podría jurar que vi al niño con la piedra en la mano y a continuación cómo rodaba la cabeza del sayón por los suelos...

Bueno, quizás resulte trasnochada la poesía, no lo dudo, pero a mí me encanta, siempre me gustó y, además, me identifico totalmente con todo (en lo de la estepa castellana no, que yo nací en Santiago) en lo que respecta a mis sentimientos infantiles con relación a las costumbres, a la solemnidad de la Semana Santa y la Pasión del Señor y la tristeza del ambiente y la pena que se tenía... y el modo de manifestarse el pueblo...

“Perdona a tu pueblo, Señor, perdona a tu pueblo...
no estés eternamente enojado... perdónale, Señor”

(Ufff, ¡cuánta culpa...! Esta canción me hacía casi llorar...)


Todo eso que flotaba en el aire me llenaba de una emoción muy profunda, inexplicable casi, y lo viví muchas veces con intensidad y con asombro. Y no quiero esperar a la Semana Santa del año que viene porque se me olvidará (aunque sería un momento más adecuado). La transcribo ahora sin más historias, para que la conozcáis.

¡Hala, a leer, sin dejarse un verso!.


La pedrada

Cuando pasa el Nazareno
de la túnica morada,
con la frente ensangrentada,
la mirada del Dios bueno
y la soga al cuello echada,

el pecado me tortura,
las entrañas se me anegan
en torrentes de amargura,
y las lágrimas me ciegan,
y me hiere la ternura...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Yo he nacido en esos llanos
de la estepa castellana,
donde había unos cristianos
que vivían como hermanos
en república cristiana.

Me enseñaron a rezar,
enseñáronme a sentir
y me enseñaron a amar;
y como amar es sufrir,
también aprendí a llorar.

Cuando esta fecha caía
sobre los pobres lugares,
la vida se entristecía,
cerrábanse los hogares
y el pobre templo se abría.

Y detrás del Nazareno
de la frente coronada,
por aquel de espigas lleno
campo dulce, campo ameno
de la aldea sosegada,

los clamores escuchando
de dolientes Misereres,
iban los hombres rezando,
sollozando las mujeres
y los niños observando...

¡Oh, qué dulce, qué sereno
caminaba el Nazareno
por el campo solitario,
de verdura menos lleno
que de abrojos el Calvario!

¡Cuán süave, cuán paciente
caminaba y cuán doliente
con la cruz al hombro echada,
el dolor sobre la frente
y el amor en la mirada!

Y los hombres, abstraídos,
en hileras extendidos,
iban todos encapados,
con hachones encendidos
y semblantes apagados.

Y enlutadas, apiñadas,
doloridas, angustiadas,
enjugando en las mantillas
las pupilas empañadas
y las húmedas mejillas,

viejecitas y doncellas,
de la imagen por las huellas
santo llanto iban vertiendo...
¡Como aquellas, como aquellas
que a Jesús iban siguiendo!

Y los niños, admirados,
silenciosos, apenados,
presintiendo vagamente
dramas hondos no alcanzados
por el vuelo de la mente,

caminábamos sombríos
junto al dulce Nazareno,
maldiciendo a los Judíos,
«que eran Judas y unos tíos
que mataron al Dios bueno».

II
¡Cuántas veces he llorado
recordando la grandeza
de aquel hecho inusitado
que una sublime nobleza
inspiróle a un pecho honrado!

La procesión se movía
con honda calma doliente,
¡Qué triste el sol se ponía!
¡Cómo lloraba la gente!
¡Cómo Jesús se afligía...!

¡Qué voces tan plañideras
el Miserere cantaban!
¡Qué luces, que no alumbraban,
tras de las verdes vidrieras
de los faroles brillaban!

Y aquél sayón inhumano
que al dulce Jesús seguía
con el látigo en la mano,
¡qué feroz cara tenía!
¡qué corazón tan villano!

¡La escena a un tigre ablandara!
Iba a caer el Cordero,
y aquel negro monstruo fiero
iba a cruzarle la cara
con un látigo de acero...

Mas un travieso aldeano,
una precoz criatura
de corazón noble y sano
y alma tan grande y tan pura
como el cielo castellano,

rapazuelo generoso
que al mirarla, silencioso,
sintió la trágica escena,
que le dejó el alma llena
de hondo rencor doloroso,

se sublimó de repente,
se separó de la gente,
cogió un guijarro redondo,
miróle al sayón de frente
con ojos de odio muy hondo,

paróse ante la escultura,
apretó la dentadura,
aseguróse en los pies,
midió con tino la altura,
tendió el brazo de través,

zumbó el proyectil terrible,
sonó un golpe indefinible,
y del infame sayón
cayó botando la horrible
cabezota de cartón.

Los fieles, alborotados
por el terrible suceso,
cercaron al niño airados,
preguntándole admirados:
-¿Por qué, por qué has hecho eso?-

Y él contestaba, agresivo,
con voz de aquellas que llegan
de un alma justa a lo vivo:
-«¡Porque sí; porque le pegan
sin haber ningún motivo!»
III
Hoy, que con los hombres voy
viendo a Jesús padecer,
interrogándome estoy:
¿Somos los hombres de hoy
aquellos niños de ayer?
(José Mª. Gabriel y Galán)

jueves, 24 de abril de 2008

La hora del rosario






"Me enseñaron a rezar
enseñáronme a sentir
y me enseñaron a amar...” (Gabriel y Galán)


Todas las tardes, a la caída del sol, se rezaba el rosario en casa. Si estábamos en el jardín, la abuela nos avisaba con una campanita desde la ventana del salon y subíamos corriendo a cumplir con esta devoción diaria, tan arraigada y tan natural para nosotros. Nos acomodábamos alrededor de la mesa camilla y la abuela, que era quien lo dirigía siempre (hasta que fuimos creciendo y entonces nos turnábamos), comenzaba persignándose en voz alta; todos hacíamos lo mismo ... “Por la señal de la Santa Cruz...”

-¿Hoy qué día es?-
-Lunes, abuela-
-Misterios gozosos del Santísimo Rosario. Primer misterio....

Antes de llegar al segundo misterio ya estábamos aburridas; se nos hacía larguísimo y tedioso tener que estar ahí en actitud devota y recogida durante tanto tiempo, repitiendo una tras otra mil avemarías...

Bien es cierto que a veces la abuelita nos sacaba del aburrimiento cuando daba una cabezada involuntaria y se producía un silencio inoportuno. Nosotras, divertidas, le gritábamos -“Abuela, que te toca”- Y ella volvía a la realidad en un periquete y continuaba: “Dios te salve, Maria...”

Las personas que ayudaban en casa, -“las muchachas”-, acudían también a los rezos pero... se quedaban de pié a la puerta del comedor... Eso que antes veía con naturalidad ahora, al contarlo se me hace raro y me resulta francamente molesto, aunque no era en absoluto orgullosa ni “estirada” mi abuela; es que las cosas eran así y se guardaban las distancias de un modo natural y aceptado por todos... (¡no faltaría más!).

Sobra decir que me sabía todos los misterios (cinco gozosos, cinco dolorosos y cinco gloriosos) en su orden correspondiente (ahora creo que el papa ha puesto otros más que, por cierto, no me los sé); Los cinco dolorosos me parecían más misterios que los otros y más conmovedores; se rezaban los martes y viernes. Eso de la flagelación del Señor, la coronación de espinas, las caídas de Jesús con la cruz a cuestas. etc. etc. me producía tristeza; y aunque no me paraba demasiado en reflexiones me parecía una masacre inexplicable (Todo lo relativo al dolor, a la sangre, al martirio, a la culpa, me trajo de cabeza en gran parte de mi infancia y de mi adolescencia incluso, no sé por qué... Me producía rechazo y atracción a la vez. Y debo decir que nunca, jamás, me inculcaron sentimientos de culpa mis mayores. Es que yo era un poco rarita, muy escrupulosa y quizás demasiado sensible).

La letanía se rezaba en latín y también me la aprendí de memoria, primero sin saber lo que decía, claro; pero me gustaba -aunque se hacía demasiado largo- lo de repetir “ora pro nobis, ora pro nobis, ora pro nobis...”; y cuando ya creías que se había terminado el rosario y que podías marcharte a jugar, ¡comenzaba una retahíla infinita de padrenuestros!. “Un padrenuestro por las ánimas benditas del purgatorio... un padrenuestro por las necesidades del santo pontífice un padrenuestro a S. José para que nos libre de una mala muerte...”

(El verano pasado entré una tarde en la iglesia del pueblo y pude comprobar que, al terminar la letanía, siguen rezando interminables padrenuestros por las interminables intenciones de un sinfín de gentes... Por un lado me hizo ilusión porque me pareció algo pueril y en desuso, he de ser sincera, y me acercó más a lo vivido. ¡Pero me chocó enormemente!).

Lo que recuerdo con verdadero encanto es el placer de rezar el rosario en el jardín, en un día de primavera. Entonces se sobrellevaba de maravilla. El olor a boj, jazmín y heliotropo se mezclaba con el gorjeo de los pajaritos que estaban especialmente bulliciosos a esas horas del atardecer acomodándose entre las ramas de los magnolios para retirarse a dormir... ¡Eso sí que era una bendición!.

Dios te salve, Maria...



jueves, 17 de abril de 2008

Las higueras



No me parecen ni ásperas ni feas (como dice Juana de Ibarbourou en su preciosa poesía); sobre todo no me parecen feas en absoluto, aunque sus hojas sean realmente ásperas... Me encantan las higueras; me encanta como huelen y reconozco perfectamente el perfume de estos árboles, antes de localizarlos con la vista, cuando paseo por algún lugar, por algún pueblo.

“Por aquí tiene que haber una higuera...! –digo, olfateando el aire- ¡Ahí está!” Y se produce el encuentro; el encuentro de aquellas tardes de sol con la abuela; el encuentro de aquellas mismas higueras de la niñez conmigo ... ¡Qué cosas!.

Atravesábamos, de la mano de la abuela, la nave de la carpintería, con su olor a madera y polvillo de serrín flotando en el aire; (Ya solo ese recorrido me resultaba especialmente grato); y salíamos por una puertita pequeña a la luz deslumbrante del sol de la huerta para encontrarnos de frente con las dos hermosísimas higueras, repletas de higos, allá por el mes de julio. ¡Que delicia!. Nos subíamos, como gatos, a las ramas y llenábamos los cestitos para luego ponernos a “merendar” y rechuparnos los dedos.

¡Esa dulzura de los frutos...!
¡Esas hojas anchas y lobuladas, algo “rasposas...! ¡Esa huerta y su sol radiante...!

...Estarán para siempre en mi corazón y en mis recuerdos.


LA HIGUERA
Porque es áspera y fea,

porque todas sus ramas son grises
yo le tengo piedad a la higuera.

En mi quinta
hay cien árboles bellos,
ciruelos redondos, limoneros rectos
y naranjos de brotes lustrosos.

En las primaveras
todos ellos se cubren de flores
en torno a la higuera.

Y la pobre ¡parece tan triste
con sus gajos torcidos, que nunca
de apretados capullos se viste!...

Por eso,cada vez que yo paso a su lado
digo, procurando
hacer dulce y alegre mi acento:
"Es la higuera el mas bello
de los árboles todos del huerto".

Si ella escucha,
si comprende el idioma en que hablo,
¡Que dulzura tan honda hará nido
en su alma sensible de árbol!

Y tal vez, a la noche,
cuando el viento abanique su copa,
embriagada de gozo le cuente:
"Hoy a mí me dijeron hermosa".

(Juana de Ibarbourou)



miércoles, 16 de abril de 2008

Severo



Tenía una barba larga, enredada y sucia, el pelo largo también, hecho una maraña, una boina negra, mas bien parda de puro vieja y el atuendo propio de un ser huidizo, solitario y loco, lleno de mugre, que no conoce más que el agua de la lluvia y la extensión de la carretera, que le lleva y le trae de un pueblo a otro, sin más intención que la de andar huyendo de su propia existencia, con su miseria a cuestas.

A Severo le daban miedo los coches. Pero le daban miedo de verdad... ¡muchísimo miedo!. Yo creo que su instinto le advertía que eran aparatos provenientes de otro mundo y le iban a hacer daño.

Pocos coches circulaban por aquel entonces por esas carreteras de Dios pero cuando oía a lo lejos el ruido de un motor que se aproximaba, se adentraba de un salto en la cuneta, muerto de miedo, y se abrazaba fuertemente a un árbol mientras seguía, atemorizado, con sus ojos de loco, la trayectoria del coche hasta que desaparecía.

Se abrazaba al árbol para sentir su fuerza protectora, como el animalillo que se esconde en la madriguera, y asoma la cabeza, asustado, esperando que pase el peligro...
Después continuaba su larga, interminable, caminata...

Severo pasaba mucho miedo. Y yo también, cuando le veía, porque me parecía una mezcla inquietante de hombre y animal.

sábado, 12 de abril de 2008

12 de abril 08

Hoy Irene se ha metido en mi blog. Le ha gustado mucho, me ha dicho toda cariñosa, y ha “flipado en colores” porque cree que me manejo con toda facilidad (¡¡¡con lo que me cuesta hacer cualquier cosita, que ayer mismo me acosté a las 4 de la madrugada, haciendo y deshaciendo...!!!) pero también me ha recomendado que haga un “cursillo sobre los acentos”, y se lo agradezco. Por eso (sin tilde) tengo que pedir disculpas a alguien, a ese alguien que se asome por aquí alguna vez y solicitar su benevolencia a la hora de encontrarse con mis erratas gramaticales; mientras tanto, seguiré escribiendo y me esmeraré todo lo que pueda para corregirlas.

Al clareo


No había lavadoras, claro. En aquéllos tiempos se lavaba en el río.

(Llamaban también “el río“, al lavadero comunitario, un pilón todo en piedra, con su techado de madera para guarecerse de las lluvias o a cualquier pila casera en la que se acoplaba la tabla de lavar).

Las mujeres, con la ropa en bañeras sobre la cabeza y algunas, además, con la tabla de lavar de madera bajo el brazo, marchaban al río por la mañanita a lavar su ropa o la de los señores en cuya casa estaban contratadas para realizar ese menester.

Allí se encontraban; allí cotilleaban e intercambiaban sus “dimes y diretes”; se ponían al corriente de sus cuitas y criticaban a cualquiera que diera un poquito que hablar y no estuviera presente... y así con las espaldas arqueadas se les iban enrojeciendo las manos de tanto frotar y torcer la ropa a la intemperie. Y a mi me gustaba oir ese golpe que daban con el jabón sobre la tabla o la piedra y ese gritito del agua jabonosa que se les escapaba entre las manos cuando apretaban la tela.

Las que trabajaban a sueldo se acercaban primero por la casa. Allí, junto con la señora, recontaban las piezas que se iban a llevar a lavar...”seis servilletas; un mantel, cuatro sábanas...” ; todo quedaba apuntado en un cuadernillo que se guardaba siempre en el mismo cajón.



Al cabo de un par de días, después de ponerla ”al clareo” durante unas horas sobre la hierba fresca, la lavandera regresaba con toda la ropa seca y blanca, que olía a limpio y a atardecer.

Y se recontaba de nuevo lo entregado... no fuera que el viento se hubiese llevado alguna pieza...

viernes, 4 de abril de 2008

Chuco

Unos le llamaban “Diluvio”, otros “Chuco”, y yo nunca supe su verdadero nombre. (De pequeñas nos confundíamos y a veces le llamábamos “Lluvioso” y en casa se reían y nos corregían). Era un hombre bueno, inofensivo, de ojos muy hundidos, un poco bizco, que no nos inspiraba ningún temor sino todo lo contrario: mas bien ternura y algo de pena.

Era el primero en las procesiones y el primero también en recorrer el pueblo detrás de los músicos, cuando había fiestas: ¡como un niño más!.

Se pasaba las mañanas barriendo la calle por voluntad propia. Posiblemente no sabría hacer otra cosa y así se sentiría importante y útil ayudando a los barrenderos profesionales, pienso ahora. Lo hacía muy bien, con la entrega propia de un niño que quiere ser admirado, y felicitado después, por su trabajo... Pasaba una, dos y tres veces por el mismo sitio, frente al portalón, para que le vieran, esmerándose en no dejar ni un papel, la mirada atenta al suelo, dispuesto a dejar bien relimpio el lugar.

Los niños del pueblo se metían con él -¡cómo no!- y Chuco refunfuñaba y hacía ademán de darles con el palo de la escoba, lo cual llenaba de gozo a los chavales que salían corriendo, muertos de risa, para librarse del posible golpe... Un juego al que él seguramente estaba ya habituado, lo cual no quiere decir que le gustara.

Hacia el mediodía, ya sin la escoba, se acercaba a la casa para pedir una recompensa por su colaboración.

-“¡Abuela, ha venido Chucoooo!”.-

La abuela nos daba pan y alguna que otra moneda y nosotras corríamos a entregárselo, diligentes y contentas, sintiendo que realizábamos así “la obra buena” del día.

Chuco se conformaba con que le dieras un “patacón”, (como llamaban en Galicia a la moneda de 10 céntimos de peseta por aquel entonces). Pero, a medida que se iba haciendo viejecito, lo que realmente quería era un caramelo.

lunes, 31 de marzo de 2008

Se iba el pensamiento mío

Le gustaba la poesía y aprendí de ella, entre otras muchas, ésta por la que tenía un gusto especial y en la que seguramente se identificaría su vida de algún modo.

Hoy es el día de su cumpleaños y la recuerdo con especial cariño.

Se iba el pensamiento mío
por entre los juncos verdes
de la orillita del río.
Se iba el pensamiento mío...
Él iba tras su quimera.
Por cortarle su carrera,
por torcerle su destino,
una flor dijo a su paso
-Tengo pétalos de raso...
Y un pájaro: -Yo sé un trino
más claro que el cristalino
manar de la torrentera...
Y el viento:- Yo sé el divino
cantar de la Primavera...
Pero él siguió su camino,
porque iba tras su quimera.
(José María Pemán)

sábado, 29 de marzo de 2008

El olor de la vida

Hablando con mi amiga Paz, recordábamos las dos el precioso olor al entrar en casa de la abuela ...¡Compartimos perfectamente ese recuerdo!: el zaguán, con su olor a piedra húmeda y musgo que te invadía enterita en cuanto ponías el pié nada más traspasar la puerta. Olía a misterio, a una vida distinta y muy querida... Tras este olor se escondía algo especial, un modo de vida especial, personas especiales... Subiendo las anchas escaleras, también de piedra, humedecidas e impregnadas de esa misma profundidad de la tierra, entrabas en el hall y la cosa cambiaba radicalmente; entonces pasaba a ser un olor a cera, petróleo, esencia de trementina sobre el suelo de tarima antigua, carcomida, todo junto... y el tic-tac del reloj, con su olor a tiempo vivido y disfrutado... Algo que no se puede explicar bien con palabras, porque es, sobre todo, una sensación que abarca también un amor y una vida enteros...

Y al borde del mar se instalaba el olor a brea, mezclado con salitre y algas y graznidos de las gaviotas y el vaivén de las olas ...

¡Estos olores, Dios mío, son el mejor perfume de mi vida!

jueves, 20 de marzo de 2008

Jueves Santo



Cuando yo era pequeña, en Semana Santa había un ambiente triste y solemne. Al menos, yo lo percibía así: un ambiente de dolor, de injusticia, de pena, de algo de “miedo”, y mucho olor a incienso. La Iglesia se llenaba de gente para asistir a los Oficios. Y la abuela nos llevaba de la mano, tempranito, para coger sitio y yo notaba esa solemnidad en su actitud cuando entrábamos en la Iglesia.

“Entro, Señor, en tu santo templo y santa casa, te adoraré y reverenciaré tu santo nombre, amén.”

¡Qué importante resultaba todo!

No tocaban la campanilla en la Consagración; tocaban unas carracas de madera que a mí me gustaba mucho oír. Me parecían instrumentos de “juguete”, nada serios, aunque fuera tan ronco el sonido. (¡ Qué suerte tenían los monaguillos dando vueltas al palito y haciéndolas sonar en el momento oportuno...!)

No se podía cantar, ni poner la radio y se cumplían a rajatabla los ayunos y las abstinencias durante la cuaresma y con mayor rigor el Jueves y Viernes Santos. A los niños no nos afectaban tales obligaciones si no habíamos hecho aún la primera comunión, pero en la casa se paraban todas las demostraciones festivas; no se enchufaban los aparatos de radio y siempre había alguien que, al menor descuido que tuvieras, te recomendaba: “no cantes, que es Viernes Santo”... ¡Y no cantábamos!. Pero la abuelita nos había enseñado una canción sobre la Pasión del Señor, y ¡ésa sí!, ésa canción sí se podía cantar, y la cantábamos a todas horas, tan felices, aunque era tristísima. Aquí la transcribo; la música se repite constantemente en cada estrofa. Mientras la voy escribiendo voy también cantando hoy, que es Jueves Santo.



Celebrar la Pascua ordena
por vez última el Señor
y su alma, de afectos llena,
quiso darnos en la Cena
pruebas de su excelso amor.

Porque en ella instituyera
la Sagrada Eucaristía
para que luego tuviera
víctima que se ofreciera
por el hombre cada día.

Retiróse luego a orar
al huerto de las olivas
y Judas marchó a tratar
de cómo lo ha de entregar
a los ancianos y escribas.

Y vino al huerto el infiel
con gente armada, orgulloso,
y entregó a Jesús a aquel
desenfrenado tropel
con un ósculo engañoso.

Y Jesús fue conducido
preso a la casa de Anás
quien, después de haberle oído,
mandó fuese remitido
a presencia de Caifás.

Herodes le interrogó
más, cuando vio que el paciente
Jesús nada contestó,
a Pilatos le volvió,
vestido como un demente.

Éste manda que, azotado,
le pusieran a un balcón
por ver si el pueblo, irritado,
al verle en tan triste estado
se movía a compasión.

Pero su vista excitaba
más de aquel pueblo el rencor
y, cuando a Jesús miraban,
¡crucificadle! gritaban
cada vez con más furor.

Y no pudiendo encontrar
para Jesús indulgencia,
aunque se quiso excusar,
Pilatos vino a firmar
de su muerte la sentencia.

Al Calvario fue llevado
en donde con excesiva
crueldad Jesús tratado,
en una cruz enclavado
muere porque el hombre viva.

Toda la naturaleza
a su muerte, conmovida,
mostró su grande tristeza
y, dejando su belleza,
quedó de luto vestida.

Los judíos que temieron
pronta su resurrección
en el sepulcro pusieron
centinelas que sirvieron
más para su confusión.
.............

Y aquí ya se acaba. No tengo nada más, aunque supongo que falta alguna estrofa: la de la Resurrección. En cualquier caso, la abuelita no recordaría más cuando, en el año 1961, a petición mía, me la mandó en una carta.