miércoles, 21 de septiembre de 2011

Los Botones
















La abuela tenía una caja de lata llena de botones. Muchos los tengo yo ahora, como tengo también otros que eran de mi madre y otros de mi suegra.


Cuando estábamos pachuchas la abuela nos la prestaba para que jugásemos y así conseguía que estuviéramos tranquilas y entretenidas en la cama, sin trastear y sin coger frío; otras veces se la pedíamos, sin más, y nos pasábamos las horas muertas revolviendo y mirando uno por uno aquellos botones procedentes de abrigos, vestidos o blusas ya inexistentes. Los había de todos los tamaños, colores y formas; unos de pasta, otros de metal, madera, nácar, cristal… algunos tallados como si fueran auténticos broches para solapa; otros eran miniaturas, tan chiquititos que parecía que no entrara por sus agujeros una aguja. Estos los ví puestos en faldones para bebés y en camisones o ropa interior de la bisabuela. Uno por uno todos tendrían su historia y los seleccionábamos por colores, o tamaños, o por prioridades de gusto personal y por el mero placer de mirarlos, compararlos, disfrutar de sus colores y oir el ruido seco y musical, como de lluvia, que hacían cuando los revolvías con la mano.


La abuela nos enseñó también a hacer silbar un botón insertando un hilo por dos agujeros (ida y vuelta); lo atábamos, metíamos un dedo por cada extremo, dábamos muchas vueltas para que se enrollara bien y estirábamos y aflojábamos rítmicamente. Ahí empezaba a sonar como si fuera viento huracanado… y nos pasábamos las horas muertas con este entretenimiento tan sencillo, escuchando el silbido del botón.


¡Me encantan los botones!. Me puedo encontrar uno en la calle y es seguro que vendrá a engrosar la colección de mi caja.

sábado, 6 de agosto de 2011

Mi primera comunión






Dicen que el día de la Primera Comunión es el día más feliz de la vida de un niño... Quizás debería ser así pero en mi caso desde luego no lo fue en absoluto, aunque bien es cierto que en ese día me sentí protagonista e importante como nunca me había sentido y eso, en cierto modo, sí que me hacía feliz. De todas maneras ese día lo recordaré siempre, por supuesto.

Pasé de ser una más de los once hermanos, a ser “la que hacía la Primera Comunión”, o sea, la más importante.

La víspera me habían cortado el pelo. Yo lo llevaba recogido en trenzas enroscadas a cada lado de la cabeza y me dejaron una melena que, al parecer, era más propia para tal acontecimiento.

Al llegar la noche, me acosté pensando en que no podía beber ni una gota de agua y con miedo de no acordarme del ayuno por la noche. ¡Dichoso ayuno, qué preocupación! ¿Y si por un descuido bebía un poquito? Solo la idea de no poder hacer la Primera Comunión por quebrantar el ayuno me producía una tensión enorme.

Llegó la mañana. Era un 17 de agosto. Ese día me levanté nerviosa. Todo giraba a mi alrededor.

Mamá y la tita Encarna se ocuparon de vestirme, de colocarme el velo, la limosnera con los recordatorios, el rosario y el librito de nácar... Y me miraban con ternura. Yo me dejaba hacer y sentía sobre mí esas miradas complacidas que me llenaban de seguridad. No recuerdo haber visto el traje hasta el mismo día que me lo pusieron y me sentí la mar de guapa, para ser sincera. Cuando ya estaba preparada, la abuelita hizo su entrada en la habitación y traía en la mano una medalla de oro que me colocó al cuello con emoción y solemnidad. Yo percibí su cariño y su delicadeza. Era la medalla de la Primera Comunión de mi tía Carmencita, muerta a la edad de veintidós años... y ahora, mientras escribo, comprendo en profundidad esa emoción de la abuela, porque entonces no asocié para nada esos hechos y ni sabía de dónde procedía la medalla...

Cuando salí de la habitación para dirigirme al Oratorio, me llevé una gran sorpresa al ver la mesa del comedor engalanada con el mantel blanco, almidonado, con flores en el centro, tan preciosa… y las bolsitas de celofán con peladillas de chocolate a la derecha de cada taza del desayuno. ¡Era mi fiesta, y todos se habían volcado en ella!

Las velas del Oratorio estaban encendidas y los búcaros llenos de flores blancas; no recuerdo cuáles eran. A la derecha, los tres reclinatorios, adornados también: papá y mamá a cada lado y en el centro yo. En el centro yo. Era como si mis padres ese día solo fueran míos. Y yo presentía su emoción a mi lado, y eso me gustaba.

Me dio la Primera Comunión mi padrido de bautismo, el P. Justo, claretiano, de quien hablaré en otra ocasión...

De los regalos que tuve conservo el librito de “los recuerdos”, forrado de tela blanca, con letras doradas; la tela es esa que hace aguas y es algo durita… creo que se llama “muaré”; un platito-cenicero de plata, con flores repujadas, regalo de Carmiña, mi profesora; por detrás tiene mi nombre y la fecha sin el día porque no lo sabrían aún a la hora de grabarlo. Por cierto, no me había hecho nada de ilusión, pero ahora me gusta mucho y lo tengo sobre la mesa de cristal del salón. La máquina de fotos, una “Baby Kodak” que me regaló papá, incrementa ahora la colección de cámaras que tiene Ricardo… y no me acuerdo quién me había regalado la cajita de alabastro o pasta, con el Niño Jesús cargando la cruz. Esta la tengo en la mesilla de noche porque me encanta, aunque

creo que no es nada bonita.


De lo demás no me acuerdo. Sé que estuvimos toda la mañana jugando en el jardín, y que hacía un día precioso, soleado.


jueves, 4 de agosto de 2011

Voy a intentarlo de nuevo




Después de tanto tiempo de silencio total me han animado a seguir de nuevo escribiendo y voy a hacerlo en la medida que me sea posible. Bien es cierto que se me van olvidando las cosas y que, por otro lado, no sé expresarme como quisiera, pero reconozco que me gusta plasmar mis recuerdos para que, sobre todo mis hijas, puedan leerlos y entender cómo fué esa parte tan importante de mi vida: mi infancia en Villajuan.