Los días de lluvia todos los caracoles salían a pasear; al menos eso es lo que yo observaba en el jardín, por primavera. Para que tomáramos el aire la abuela nos hacía bajar con el encargo de liberar a las plantas de tan perjudiciales animalitos.
Primero los cogíamos -sabiendo que se escondían en su “caseta” inmediatamente- para que con la magia de la canción volvieran a salir de su escondite, ante nuestra ilusión y asombro. Yo llegué a pensar que a los caracoles les gustaba oír esa cancioncilla “caracol, col col, saca los cuernos al sol”, que nosotras les cantábamos mientras esperábamos pacientemente a que iniciaran su paseo de nuevo; incluso me parecía que la necesitaban para ponerse en marcha. El caracol, al cabo de un ratito, sacaba un “cuerno”, luego el otro y, confiado, se disponía de nuevo a caminar, dejando su huella como una estela de baba brillante .
Paseaban por los macizos sobre las hojas de boj; subían por las ramas de las camelias, se arrastraban con parsimonia por el muro... era un auténtico batallón a los que interceptábamos el camino y dejábamos caer sobre los paseos, para aplastarlos sin piedad con las botas, cuando nos aburríamos de cantarles... Ahora me da no sé qué decirlo; me suena fatal, pero era así. Yo maté un montón de caracoles, no sé cuántos, en mi vida; ahí se quedaban tan resbalosos, tan mocosos, mezclados con su caparazón, hechos un asco, por el parterre. Y no me daban ninguna pena. Eran perjudiciales para las pantas, y ¡hale!. Nosotras hacíamos el bien al jardín. Los caracoles tenían que aguantarse.
Un día llegó “Venturiña” con un cubo en la mano y le pidió permiso a la abuela para entrar en el jardín y llenarlo de caracoles. ¡Los quería para vender!. ¿Quién compraría semejante cosa, -pensaba yo-?. No me podía imaginar que alguien tuviese el mínimo interés en comprar estos babosos animalitos y menos aún para comérselos!. Venturiña nos explicó que conocía a un señor francés a quien le gustaban mucho, cocinados, “...porque allí, en Francia, se comen los caracoles...” ¡Qué asco!. Nos pusimos a ayudarle, manos a la obra y lo pasamos mejor que nunca porque intentaban subir por las paredes del cubo para escaparse, pero eran tan lentos que ninguno lograba salir. Nosotras los hacíamos bajar rápidamente una y otra vez y así nos pasamos la mañana, tan felices nosotras y tan desesperados los caracoles, supongo. Al final, Venturiña se marchó todo satisfecho con el cubo lleno para el señor francés y nosotras seguimos jugando por el jardín, entretenidas con los caracoles y con el sapo ése tan gordo, que estaba casi siempre en una hendidura del muro -o al menos allí le localizábamos con frecuencia- y que tenía la piel tan fría y los mofletes tan fofos...
Primero los cogíamos -sabiendo que se escondían en su “caseta” inmediatamente- para que con la magia de la canción volvieran a salir de su escondite, ante nuestra ilusión y asombro. Yo llegué a pensar que a los caracoles les gustaba oír esa cancioncilla “caracol, col col, saca los cuernos al sol”, que nosotras les cantábamos mientras esperábamos pacientemente a que iniciaran su paseo de nuevo; incluso me parecía que la necesitaban para ponerse en marcha. El caracol, al cabo de un ratito, sacaba un “cuerno”, luego el otro y, confiado, se disponía de nuevo a caminar, dejando su huella como una estela de baba brillante .
Paseaban por los macizos sobre las hojas de boj; subían por las ramas de las camelias, se arrastraban con parsimonia por el muro... era un auténtico batallón a los que interceptábamos el camino y dejábamos caer sobre los paseos, para aplastarlos sin piedad con las botas, cuando nos aburríamos de cantarles... Ahora me da no sé qué decirlo; me suena fatal, pero era así. Yo maté un montón de caracoles, no sé cuántos, en mi vida; ahí se quedaban tan resbalosos, tan mocosos, mezclados con su caparazón, hechos un asco, por el parterre. Y no me daban ninguna pena. Eran perjudiciales para las pantas, y ¡hale!. Nosotras hacíamos el bien al jardín. Los caracoles tenían que aguantarse.
Un día llegó “Venturiña” con un cubo en la mano y le pidió permiso a la abuela para entrar en el jardín y llenarlo de caracoles. ¡Los quería para vender!. ¿Quién compraría semejante cosa, -pensaba yo-?. No me podía imaginar que alguien tuviese el mínimo interés en comprar estos babosos animalitos y menos aún para comérselos!. Venturiña nos explicó que conocía a un señor francés a quien le gustaban mucho, cocinados, “...porque allí, en Francia, se comen los caracoles...” ¡Qué asco!. Nos pusimos a ayudarle, manos a la obra y lo pasamos mejor que nunca porque intentaban subir por las paredes del cubo para escaparse, pero eran tan lentos que ninguno lograba salir. Nosotras los hacíamos bajar rápidamente una y otra vez y así nos pasamos la mañana, tan felices nosotras y tan desesperados los caracoles, supongo. Al final, Venturiña se marchó todo satisfecho con el cubo lleno para el señor francés y nosotras seguimos jugando por el jardín, entretenidas con los caracoles y con el sapo ése tan gordo, que estaba casi siempre en una hendidura del muro -o al menos allí le localizábamos con frecuencia- y que tenía la piel tan fría y los mofletes tan fofos...