Unos le llamaban “Diluvio”, otros “Chuco”, y yo nunca supe su verdadero nombre. (De pequeñas nos confundíamos y a veces le llamábamos “Lluvioso” y en casa se reían y nos corregían). Era un hombre bueno, inofensivo, de ojos muy hundidos, un poco bizco, que no nos inspiraba ningún temor sino todo lo contrario: mas bien ternura y algo de pena.
Era el primero en las procesiones y el primero también en recorrer el pueblo detrás de los músicos, cuando había fiestas: ¡como un niño más!.
Se pasaba las mañanas barriendo la calle por voluntad propia. Posiblemente no sabría hacer otra cosa y así se sentiría importante y útil ayudando a los barrenderos profesionales, pienso ahora. Lo hacía muy bien, con la entrega propia de un niño que quiere ser admirado, y felicitado después, por su trabajo... Pasaba una, dos y tres veces por el mismo sitio, frente al portalón, para que le vieran, esmerándose en no dejar ni un papel, la mirada atenta al suelo, dispuesto a dejar bien relimpio el lugar.
Los niños del pueblo se metían con él -¡cómo no!- y Chuco refunfuñaba y hacía ademán de darles con el palo de la escoba, lo cual llenaba de gozo a los chavales que salían corriendo, muertos de risa, para librarse del posible golpe... Un juego al que él seguramente estaba ya habituado, lo cual no quiere decir que le gustara.
Hacia el mediodía, ya sin la escoba, se acercaba a la casa para pedir una recompensa por su colaboración.
-“¡Abuela, ha venido Chucoooo!”.-
La abuela nos daba pan y alguna que otra moneda y nosotras corríamos a entregárselo, diligentes y contentas, sintiendo que realizábamos así “la obra buena” del día.
Chuco se conformaba con que le dieras un “patacón”, (como llamaban en Galicia a la moneda de 10 céntimos de peseta por aquel entonces). Pero, a medida que se iba haciendo viejecito, lo que realmente quería era un caramelo.
viernes, 4 de abril de 2008
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1 comentario:
Dar una vuelta por tu blog es un remanso para el espíritu. Se le queda a una el alma sosegada y con luz. Gracias
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